El pirquinero se seguía internando cada vez más en las entrañas de la tierra, esperando a que la falta de oxígeno y el gas grisú acabaran con su monótona existencia. Después de años dedicados a la minería de pirquenes sin haber logrado surgir ni tener los medios para subsistir ni menos para mantener una familia, la vida había perdido sentido para él. Los años de sacrificio no habían valido nada, y su esfuerzo casi sobrehumano no había dado frutos, sino sólo semillas infértiles y una que otra cáscara seca. Cada vez que se miraba al espejo en la mañana antes de salir de su mediagua sólo lograba ver la pared detrás de él: la vida le recordaba que no era nada, y que pasados los años su único fin era llegar a viejo y morir como una nada envejecida.
Como todo hijo de minero o pirquinero de Lota, su objetivo en la vida estaba trazado desde el día que lo parieron: sería pirquinero. Desde chico aprendió de los riesgos de la mina, del sufrimiento, del hambre, del dolor de cuerpo, de la piel ennegrecida, de la oscuridad de la tierra, de los crujidos y bramidos de las entrañas del planeta en especial cuando se encontraba decenas de metros bajo el mar. Pese a todo su trabajo le gustaba, pero luego de veinticinco años dedicados a lo mismo, y viviendo igual de pobre que cuando se independizó, el hastío lo venció. No valía la pena tanto esfuerzo, el que ponía el precio al carbón era el comprador, y si decidía que ese día costaría menos, había que agachar la cabeza y vender. Pero esa mañana la situación llegó al límite cuando se acercó a vender su carga y los compradores se habían puesto de acuerdo en pagar la mitad del precio normal: mientras el resto reclamaba y protestaba infructuosamente, él tomó su carbón y lo botó al mar, luego de lo cual se fue a la mina decidido a terminar con todo.
El pirquinero se seguía internando cada vez más en las entrañas de la tierra, esperando a que la falta de oxígeno y el gas grisú acabaran con su monótona existencia. A cada paso que daba el aire era más denso e irrespirable, y sabía que en cualquier instante la llama de su viejo chonchón se encontraría con una nube de grisú y haría explotar el túnel y su cuerpo. De pronto el pirquinero vio al fondo de la galería un pequeño espacio del cual salía una luz: cuando esperaba que fuera el chispazo del gas listo a explotar, vio que el espacio era una especie de rendija que daba a una cueva más grande e iluminada. En cuanto logró abrirse paso se vio dentro de un mundo diferente, iluminado desde todas y ninguna parte, donde gente que jamás lo había visto lo saludaba y le sonreía porque sí. De pronto vio su piel, ya no cubierta de negro sino pálida como era debajo de todo el carbón, y dejó de sentir el dolor en cada músculo y articulación. A sabiendas de lo que había pasado, decidió ir a mirar de vuelta por la rendija que daba a la mina por última vez: ahí en medio de la oscuridad vio aparecer el chonchón de uno de sus colegas, quien encontró su cadáver asfixiado en el fondo de la tierra.