Los flagelantes se
azotaban en privado para expiar su pecado. Sabían a ciencia cierta
que habían roto uno de los mandamientos, y no les quedaba más
opción para expiar sus culpas que someter sus cuerpos a castigo
físico. Los flagelantes eran miembros de un pequeño grupo que había
aprendido un nuevo modo de leer las escrituras, y habían descubierto
que sólo un sacrificio de sangre del propio pecador permitía sacar
de las almas el error y seguir el camino que las palabras escritas
por los antiguos y dictadas por la divinidad habían trazado para
creyentes y no creyentes. El dolor de cada impacto del látigo de
cinco lenguas de cuero terminadas en una esfera de acero en las
espaldas de los flagelantes era enorme, pero el saber que con cada
trozo de piel y carne arrancadas estarían más cerca de retomar la
senda escogida, era suficiente para continuar con el castigo hasta el
final.
Los cinco hombres y las
cinco mujeres se azotaban juntos en privado, tratando de mantener el
mismo ritmo y así acortar la duración del justo y necesario
sufrimiento. Sus pálidas espaldas estaban rojas por la inflamación
y húmedas por la mezcla de sangre y sudor que corría hacia sus
cinturas y empapaba el paño blanco que ahora era rosado y que cada
cual usaba para colectar los fluidos. Terminados los cincuenta y
cinco latigazos cada cual estrujó su paño en el cáliz de oro,
viendo con tranquilidad que se había logrado el mínimo necesario
para que la ofrenda a Satanás fuera suficiente para purgar aquel
instante de debilidad en que cada cual decidió ayudar
desinteresadamente al prójimo. Ahora sólo faltaba completar el rito
con una orgía para poder seguir sin tropiezos por la senda del mal.