El humo rodeaba al vampiro
asfixiándolo. A cada paso que daba los espasmos le revolvían el
estómago, haciéndolo vomitar sangre por doquier, producto de su
última comida media hora antes del incendio. Sabía a ciencia cierta
que el fuego no lo podría matar, pero sí desfigurar lo suficiente
como para obligarlo a cambiar su modo de vida, y su técnica para
conseguir sangre fresca y dinero fácil noche tras noche,
ofreciéndose como prostituto para mujeres adineradas que pagaban
grandes sumas de dinero por sus servicios, y que terminaban
recibiendo a cambio una lenta muerte por anemia aguda, ya que ninguna
de esas perras ambiciosas merecía el honor de ascender a la
categoría de inmortal: prefería beber de sus cuellos degollados que
clavar sus colmillos y darles un don que sólo algunas merecen.
Esa noche había salido
como siempre al ocultarse el sol a recorrer las barras de hoteles,
restaurantes y pubs del barrio alto en busca de víctimas para saciar
su hambre y llenar sus bolsillos. Su nombre ya era conocido entre las
mujeres que buscaban acompañantes de una noche dispuestos a todo
servicio, por el atractivo físico del tipo y su excesiva y casi
anacrónica caballerosidad. El vampiro caminaba displicente buscando
algún bar que pareciera una buena cota de caza para encontrar una
víctima de deseos incontenibles y bolsillos abultados. De pronto vio
en la barra de un restaurante a una joven mujer de mirada perdida en
el espejo. Espejos, esos inventos que siempre ponían en riesgo su
esencia y de los cuales costaba cada vez más mantenerse alejado;
para esos casos se acercaba a las mujeres por la espalda y les
hablaba al oído, para que voltearan y no notaran su ausencia en el
vidrio. Como siempre logró su cometido, haciendo que la chica se
volteara y quedara encandilada con su estampa. A la media hora, luego
de consensuar precio y lugar, el vampiro y la muchacha retozaban
entre las sábanas hasta que llegó el momento adecuado: mientras
acariciaba su cuello decidió morderla en vez de degollarla, pues
algo en ella parecía diferente. Quince minutos después el vampiro
dormía plácidamente con el estómago y los bolsillos llenos.
El humo rodeaba al vampiro
asfixiándolo. Era extraño ese incendio, un par de veces había
estado en un dilema similar y nunca le había faltado la respiración
ni menos había vomitado su cena. De pronto vio una silueta de mujer
en la puerta, lanzando tres trenzas de ajo a las llamas, cerrándole
el paso al avivar el anillo de fuego tóxico para quien le había
dado la vida eterna. Ahora la prostituta lesbiana no tendría
competencia por el resto de la eternidad.