El ingeniero trabajaba en
su último proyecto. Sabía que si lograba llevarlo a cabo y
convencer al Ministerio del Vapor y Energía de su utilidad, tendría
su futuro asegurado con apenas cuarenta y cinco años. El joven
profesional se había destacado desde sus inicios en la Universidad
como un alumno creativo, capaz de encontrar soluciones donde el resto
veía problemas, apenas superando los veinte años. Fue el primero
que se atrevió a romper la barrera del sonido en dirigible,
modificando la estructura externa del globo y potenciando las
válvulas de presión de los motores a vapor, convirtiéndolas en los
prototipos de las turbinas de vapor, tan en boga en la década de los
cincuenta. Luego de recibido, creó un artilugio capaz de fijarse a
las estructuras metálicas de los edificios en construcción para
inyectar el concreto manejada a distancia, para no poner en riesgo la
vida de los obreros y dejarles a ellos sólo el trabajo de obra fina:
gracias a ese avance, la calidad de vida de los obreros cambió
radicalmente, al empezar a ser considerados como artistas de
terminaciones. Más tarde diseñó parachoques neumáticos que
amortiguaban los impactos de los camiones a chorro de las carreteras,
máquinas difíciles de controlar por las altísimas velocidades que
desarrollaban; su artilugio disminuyó la mortalidad de animales, y
la tasa de pérdidas de provisiones por las explosiones de las
calderas de los transportes. Entre una y otra gran creación, también
había tiempo para diseñar artefactos para el hogar y el ocio, que
eran los que finalmente reportaban más dinero por lo masivo de su
venta, pero eran las grandes creaciones las que llenaban su alma.
El ingeniero llevaba seis
meses encerrado en su taller trabajando día y noche. Su vista había
empeorado ostensiblemente durante ese tiempo, ya que debía trabajar
permanentemente con grandes lupas, por lo pequeño de las piezas con
las que estaba armando su proyecto. El sistema de válvulas era
demasiado simple, el sistema de funcionamiento era casi un juego de
niños, el motor a vapor era básico, pero había tres problemas que
faltaban por solucionar: la miniaturización del artefacto para poder
ponerlo en uso, la ubicación del motor y de la reserva de energía,
y la descarga del vapor sobrante. Ya había logrado que su equipo
copiara todas las piezas que él diseñó en grande, así que estaba
abocado a armarlo de tal modo que quedara funcional. La ubicación
del motor era algo más complejo, pues por problemas de espacio
debería estar a distancia, probablemente a unos veinte o veinticinco
centímetros del artefacto, que para el tamaño del mismo era una
distancia enorme. El problema del vapor era casi insoluble, no había
modo de poner los tubos de escape de modo que no complicaran el
funcionamiento del sistema... al parecer la única alternativa era
hacerlo y probarlo directamente, y luego con resultados en mano
convencer al resto de su utilidad. Dos meses después logró terminar
el armado y los ensayos experimentales, así que había llegado el
momento de probarlo in situ.
El ingeniero estaba
despertando de la anestesia, prueba irrefutable del éxito de su
proyecto. Luego del infarto sufrido un año antes, había quedado muy
limitado en cuanto a lo que podía hacer, así que se había decidido
a crear su obra maestra: un corazón mecánico a vapor. Las válvulas
metálicas sonaban prístinas en su pecho con cada bombeo del motor
instalado bajo el diafragma, y por detrás del colon ascendente.
Ahora sólo tenía un par de preocupaciones en su vida: una era año
tras año recargar el recipiente de energía del motor por medio de
una pequeña cirugía; el otro era acostumbrarse a ver salir vapor
por los dos tubos que salían de su piel por su flanco izquierdo
luego de modificar todo su guardarropa, y no ofuscarse cada vez que
alguien lo llamara “hombre a vapor”.