El taxidermista estaba terminando otra
de sus quimeras. El artista del embalsamamiento se había hecho
famoso a nivel mundial por hacer exposiciones de sus creaciones en un
arte que no parecía dar mucho lugar a la creatividad. Sin embargo él
había encontrado, gracias a su adicción a la mitología griega, un
giro para su oficio que le daría más alegrías que a cualquier otro
cultor de su trabajo. Cuando niño y joven, su padre le había
inculcado el oficio y su madre la afición; el día que vio en un
libro de grabados griegos la representación de una quimera, animal
mitológico que tenía cuerpo de cabra, cuartos traseros de serpiente
o dragón y cabeza de león, encontró el punto de convergencia de
las enseñanzas de sus progenitores y el camino a seguir en la vida.
Desde ese día empezó a perfeccionar cada vez más oficio hasta ser
capaz de fusionar partes de cadáveres de animales de tal modo que
pareciera como si siempre hubiera sido uno, y que al ver el resultado
el espectador llegara a cuestionarse si eso era arte o de verdad tuvo
vida como tal en algún momento.
El taxidermista estaba
terminando otra de sus quimeras. Ya llevaba un año y medio sin hacer
una nueva exposición, pues su último trabajo le había tomado todo
ese tiempo. Tal vez debería echar mano a aquellos trabajos que nunca
había mostrado y que sabía encantarían a sus seguidores, pues el
que estaba haciendo no era exhibible. Su última creatura era la
culminación de su arte, pues había logrado una fusión tan perfecta
que hasta el estudio con aparatos de última generación no sería
capaz de identificar las zonas de unión de los torsos de su padre y
su madre en el cuerpo decapitado de un caballo. Ahora sólo le
faltaba ser capaz de capturar a la primera quimera no embalsamada de
la historia.