El
viejo ingeniero llevaba en sus manos una destartalada caja de cartón
con los recuerdos que quedaban en su escritorio. Media hora antes
había sido despedido por el directorio del nuevo consorcio a cargo
de la empresa donde había trabajado los últimos cuarenta años de
su vida. “Jubilación” le dijeron que se llamaba, nombre bonito
para deshacerse de los más viejos de la empresa sin tener que
hacerse cargo de indemnizaciones y demases: total, para eso había
estado ahorrando obligatoriamente toda su vida. Ahora debería vivir
de ese dinero, ostensiblemente menor que su sueldo oficial, y sin
tener nada productivo que hacer en los años que le quedaban. Bueno,
al menos nada formal.
El
ahora jubilado ingeniero era un aficionado a la robótica. Gracias a
sus recursos y a sus actualizados conocimientos fue capaz de aprender
rápidamente sobre la programación de esos artefactos que parecían
reemplazar al humano pero que en realidad estaban llamados a generar
el suficiente tiempo de ocio en las personas al realizar los
monótonos trabajos repetitivos de modo seguro y sin errores que
muchos debían ejecutar, para que dicho tiempo fuera utilizado en la
creatividad. Lamentablemente la robotización había causado un
efecto nefasto en la vida industrial, eliminando cargos humanos y
relegando a las personas a la cesantía o a labores de servicios cada
vez más mal remuneradas. El viejo ingeniero había tenido que estar
dentro de ese horrendo proceso de decidir quién servía más a las
necesidades de la empresa para mantenerlo en su puesto y decirle a
sus superiores quiénes eran prescindibles. Pero ahora que tenía el
tiempo y los conocimientos, y había podido invertir en el momento
adecuado en procesadores de última generación y materiales de
primera a bajo precio, podría pagar su deuda con la sociedad, y más
que nada con quienes habían caído en la pobreza gracias al mal uso
de la tecnología. Su idea era revolucionaria: haría robots
androides con la capacidad suficiente como para reemplazar a los
directores de las empresas, y demostrarles por medio de la ley del
Talión lo que ellos le habían hecho a obreros y profesionales de
cargos no directivos. Si lograba que los directores de su empresa
aprendieran la lección, la robótica del futuro sería un
complemento y no un reemplazante del humano.
El
viejo ingeniero estaba terminando los detalles de su proyecto. Los
androides estaban armados, programados y funcionales, vestidos a la
usanza de un directorio de empresa y en el número preciso para que
no quedara ningún director humano capaz de encabezar el grupo. En
cuanto terminó los subió a un minibus y llevó a sus quince
creaturas al edificio corporativo. Gracias a su amistad con el jefe
de seguridad pudo subir sin problemas al último piso del edificio,
donde se hallaban los quince directores planificando la expansión de
los negocios a Asia. Su entrada provocó un alboroto de proporciones,
y la presencia de los androides una conmoción suficiente como para
dejar a todos mudos, más aún cuando cada uno de los robots se paró
detrás de la silla del director al cual iban a reemplazar. El
ingeniero empezó a contarle a los directores en qué consistía su
plan, pero de improviso sus creaturas tomaron por sus cuellos a
aquellos a quienes reemplazarían, y con un simple movimiento los
asesinaron. El ingeniero estaba paralizado, jamás había pensado en
ese fin ni en ese modo de lograr sus objetivos. Lamentablemente para
sus planes los androides habían aprendido bien sus lecciones, y
concluyeron que ese era el único medio para lograr el bien mayor:
devolverle al humano su capacidad de soñar.