Una nube de acero flotaba por encima de
la ciudad voladora de los ancianos. En aquel planeta la gravedad era
un bien escaso y el peso una realidad puesta en duda a cada instante.
El acero parecía ser más liviano que el aire, y la vida más pesada
que el acero; ello explicaba la existencia de la ciudad voladora. La
ciudad de los ancianos estaba compuesta de cinco niveles, separados
una de otra por mil metros, estando la más baja a dos mil metros
sobre la superficie. Cuando los habitantes nacían, su mayor densidad
les permitía pesar más y por ende vivir en la superficie. Pero al
cumplir mil años la naturaleza obraba en ellos el primer cambio: el
peso bajaba a la mitad, con lo cual la gravedad no tenía la fuerza
suficiente para mantenerlos anclados a la tierra y los hacía salir
volando al primer nivel de la ciudad de los ancianos. Del primero al
segundo pasaban en quinientos años, del segundo al tercero en
doscientos cincuenta, del tercero al cuarto en ciento veinticinco, y
del cuarto al quinto en sesenta y dos años y seis meses. Cuando cada
anciano cumplía los mil novecientos treinta y siete años y seis
meses ascendía al quinto nivel, del cual no había referencia
alguna; por ello es que al terminar el período en el cuarto nivel la
ceremonia que se hacía era una mezcla entre alegría, pena e
incertidumbre, lo que se acrecentaba al ver partir flotando el cuerpo
vivo hacia lo desconocido.
La nube de acero seguía fija sobre la
ciudad de los ancianos. Gracias a los catalejos era posible ver la
parte inferior del quinto nivel, sobre el cual estaba la nube que
pese a su composición dejaba ver el paso de la luz de Señera, la
estrella que daba vida al sistema solar; sin embargo, la nube de
acero impedía a los habitantes ver más allá de su estratósfera,
así que no sabían nada de su entorno estelar: desconocían la
existencia de otros planetas, si es que alguno estaba habitado,
sospechaban que tenían alguna luna por las mareas, pero no había
certeza de nada.
Esa mañana siete ancianos cumplían
los mil novecientos treinta y siete años y seis meses. La ceremonia
de despedida no podía durar mucho, pues en cuanto llegaba el
mediodía perdían peso y salían volando hacia el incierto quinto
nivel; además, otros diez cumplían la edad en la tarde, y había
que preparar su despedida para la medianoche. Una vez acabada la
pequeña fiesta todos los asistentes esperaron el momento crucial: en
cuanto el reloj marcó las doce los siete ancianos perdieron el peso
necesario para empezar su vuelo hacia el quinto nivel. Cuando
llegaron a la ciudad ésta estaba desocupada: de improviso sus ropas
se desvanecieron, de la nada les implantaron sendos cordones
umbilicales y fueron enviados a vivir los cuatro meses faltantes a
los fetos que los esperaban.