El joven aprendiz de brujo
aprendía a usar la daga ritual. Luego de saber en su fuero interno
que su camino en la vida era la brujería cuando apenas tenía seis
años, ahora que contaba quince y había sido iniciado en la
nigromancia un año antes debía esmerarse por absorber todos los
conocimientos que sus maestros depositaban en él; mal que mal, era
la esperanza a futuro para luchar contra las fuerzas del bien y
lograr de una vez por todas apoderarse de las almas de los incautos y
ambiciosos.
La daga ritual era el
instrumento que más llamaba su atención, pues aparte de su obvia
función de servir como elemento para realizar los sacrificios en
honor a las fuerzas del mal, también era útil como catalizador de
conjuros en todas las áreas. Una vez, jugando con los movimientos de
la daga y un sortilegio, generó un pequeño huracán dentro de la
casa de uno de sus maestros, lo que le valió una reprimenda y la
tarde entera ordenando la debacle que había dejado. Desde ese
entonces se decidió a trabajar con el implemento para tratar de
dominarlo por completo en el breve plazo. Así, día tras día
descubría una nueva utilidad y aprendía un nuevo conjuro que
ampliaban su poder y lo ponían como el más aventajado de su
generación.
Una tarde su maestro le
dijo que deberían juntarse en territorio enemigo, la iglesia del
barrio, pues tenía su primera prueba en serio de sus capacidades
como brujo. Pacientemente esperaron a que el sacerdote terminara la
misa, y en cuanto la iglesia quedó vacía ambos hombres entraron; el
joven aprendiz debió inmovilizar al cura a la distancia, guiar su
cuerpo hacia el altar del templo, y una vez estando ahí atravesar su
corazón con la daga ritual para demostrar su compromiso con el mal,
que era capaz de matar en tierra sagrada a un hombre consagrado, y
darle a su daga la sangre necesaria para potenciar aún más sus
poderes. Al terminar ese día, el aprendiz ya valía como brujo.
El joven aprendiz de brujo
aprendía a usar la daga ritual. Pese a ser considerado por todos un
brujo hecho y derecho, sabía que no debía confiarse y que la única
manera de hacerse invencible era practicar sin cesar. De improviso el
joven sintió una presencia bondadosa en la sala, y vio cómo se
materializaba frente a sí el alma del sacerdote, quien vino a este
plano sólo para perdonar al joven. El muchacho se descontroló al
ver esa alma y al escuchar su perdón, e intentó en vano herirla:
pese a todos sus conocimientos y al poder adquirido por él y la daga
no era capaz de lastimar un alma desencarnada que murió cumpliendo
su misión en nombre del bien. Una vez que entendió que su poder
estaba limitado sólo al plano físico, el aprendiz hizo levitar la
daga y la lanzó con todas sus fuerzas contra su propio corazón.
Pese a los esfuerzos del alma del sacerdote por guiar el espíritu
del joven hacia la luz, éste siguió el camino natural que había
elegido.