Marta miraba con desdén por la ventana
hacia la calle. Hacía ya cuatro años que no ponía un pie fuera del
hogar, luego que su marido fuera asaltado y asesinado justo en la
puerta de su casa; fue tal el temor que desde ese entonces le tomó
al mundo fuera de las paredes que la protegían, que nunca más hizo
siquiera el intento de salir. En vano fueron los intentos de su
familia y amigos por hacerle entender que la muerte de su marido
había sido algo fortuito, que pasaba todos los días y que también
podía pasar dentro de su casa: para ella estaba claro que seguridad
significaba hogar.
Siempre se habían escuchado en la
cuadra donde estaba la casa de Marta historias de fantasmas, lo cual
no era muy descabellado en un barrio de casas de más de cien años
hechas de madera y adobe, por ende dadas a crujir con facilidadad
frente a los cambios de temperatura. Además, en esa misma acera
había una iglesia que databa de mediados del siglo XIX, época en
que era relativamente habitual que los vecinos prominentes (y con el
dinero suficiente) pudieran ser sepultados en el terreno del templo.
Así, muchos vecinos intentaban pasar poco tiempo solos en sus casas
y mantenerlas bien iluminadas, por temor a lo desconocido; dentro de
ellos no estaba Marta, quien sabía que el verdadero peligro estaba
en los vivos, más allá de la puerta de su casa.
Esa noche había sido
particularmente extraña. Una aparatosa tormenta eléctrica había
iluminado una y otra vez el mundo fuera de su casa, dejando entrar
resplandores y bramidos varios durante largas horas, junto con una
espesa lluvia que en algunos instantes se transformaba en granizo,
los que golpeaban con violencia los vidrios y el techo de su hogar.
De improviso la tormenta cedió, las nubes desaparecieron, y un claro
cielo estrellado se dejó ver a través de las ventanas, junto con un
espantoso frío que envolvió todo el entorno. Ya que a esa hora no
haría nada, lo mejor era acostarse para evitar algún resfrío.
Cerca de las dos de la mañana empezaron los ruidos, primero apenas
perceptibles, luego cada vez más fuertes: el sonido parecía como de
alguien arrastrando unas cadenas. Marta permaneció en silencio para
tratar de escuchar bien y asegurarse que no fuera su imaginación;
cuando estaba cabeceando, lista para volver a dormir, escuchó de
nuevo aquel ruido, que era efectivamente de cadenas arrastradas por
el piso. La mujer se levantó a revisar la casa, y sólo encontró a
su gato que dormía plácidamente en medio del comedor. Segura que
había sido sólo un sueño Marta decidió volver a dormir, pero en
cuanto llegó a su dormitorio el ruido empezó de nuevo. La temerosa
mujer encendió todas las luces de la casa y la revisó por completo,
sin encontrar nada fuera de lo común, salvo que las luces espantaron
a su gato quien se fue a dormir debajo del sillón. Luego de volver a
revisar que no hubiera nadie en casa, a las tres y media de la mañana
Marta intentó volver a la cama. En cuanto las luces se apagaron el
sonido de las cadenas reapareció, y ahora se hacía cada vez más
fuerte, como si se dirigiera hacia ella.
La desesperada mujer buscó
su rosario y empezó a rezar en voz alta, sin que ello surtiera
efecto: el ruido de las cadenas aumentaba cada vez más. En su miedo
la mujer fue hacia la puerta de la entrada y le sacó llave, pero no
tuvo el valor de abrirla. De pronto escuchó a lo lejos el grito
destemplado de su gato, como si lo hubieran muerto, y el aumento del
ruido de cadenas. La mujer presa del espanto abrió la puerta de
calle e intentó salir, pero su corazón dijo otra cosa, matándola
en el acto de abandonar su casa. Un par de minutos después apareció
su gato detrás de ella, quien empezó a llorar sobre su cadáver y a
lamer su cara, mientras la cadena con que se cerraba la puerta que
daba al patio seguía enredada entre su cola y una de sus patas.