Cada vez que el manto de la noche
cubría la ciudad, el cabo Manríquez empezaba su turno. El
suboficial de carabineros era el más añoso de su grado, pero sabía
que jamás podría siquiera aspirar a ser cabo primero o sargento,
pues sus papeles estaban manchados: un malentendido aparentemente
banal con un oficial termnó en un pugilato de proporciones en la
comisaría. Cuando la plana mayor se enteró del caso decidieron
expulsar a ambos de la institución, pero las influencias políticas
del oficial le permitieron seguir, y para evitar cuestionamientos
públicos se mantuvo al cabo en su puesto pero sin posibilidad de
ascender en su carrera, y relegado a un eterno turno nocturno.
Manríquez era un hombre sencillo, al
que le costaba aprender cosas nuevas, su trabajo era la calle, la
patrulla en vehículo o a pie; cada vez que habían intentado dejarlo
para labores administrativas terminaba por causar problemas en vez de
dar soluciones, por lo que ya ni siquiera era considerado aunque
hubiera necesidades imperiosas en dichas labores. La experiencia del
cabo le permitía tener ventaja en las calles, cada vez que
sospechaba de alguien, ese alguien terminaba intentando un delito o
tenía alguna orden de detención pendiente. Además, y pese a lo
delgado que se veía, era un hombre bastante fuerte y valiente, y no
tenía problemas para enfrentar a quien fuera y como fuera. De hecho
no pasaba turno en que alguno de los delincuentes intentara herirlo,
lo que terminaba con el tipo herido de gravedad o muerto; en varias
ocasiones le hicieron sumarios para intentar probar que era un
funcionario violento, pero en todos se demostró sin lugar a dudas
que sólo hacía lo que debía hacer para cumplir su trabajo.
En uno de los turnos un joven teniente
los acompañó en la patrulla para ver el trabajo de los hombres en
terreno. Al doblar una esquina encontraron a cuatro tipos asaltando a
una pareja; al ver la patrulla dos de los hombres huyeron juntos y
los otros dos siguieron cada cual por su lado. Los policías también
se dividieron para la persecución, dejando al conductor perseguir
con la patrulla a quienes escaparon de a dos, y Manríquez y el
teniente se bajaron para seguir cada cual a los dos que se fueron por
separado. Pese al esfuerzo del oficial le fue imposible alcanzar al
asaltante que perseguía, por lo que decidió dejar la búsqueda y
llamar a la patrulla por radio para reunirse en el vehículo. De
pronto escuchó un grito destemplado, por lo que salió corriendo con
su arma desenfundada; cuando llegó a la fuente del alarido quedó
pasmado: en el suelo yacía el delincuente perseguido por Manríquez,
y sobre él el cabo libaba de su cuello la sangre del pobre
desgraciado. En cuanto se vio descubierto se abalanzó sobre el novel
oficial, matándolo en el acto y bebiendo también su sangre con sus
perforados colmillos. Ya tendría tiempo más tarde para armar el
escenario y dejar al teniente como un mártir institucional muerto en
servicio al enfrentar al delincuente.