En las postrimerías del tiempo de la
tierra uno de los pocos desafortunados sobrevivientes se abría paso
entre los escombros de la casi desaparecida civilización. La mezcla
entre la debacle del clima producto de la modificación del eje de la
tierra, la multiplicación de los terremotos sobre ocho grados
causados por la aparición intempestiva de cientos de volcanes nuevos
en áreas no volcánicas, y la guerra nuclear gatillada por la
necesidad de los poderosos de mantener su poder, dejó convertida la
superficie del planeta en una tierra yerma, casi sin vida, y próxima
a perder su atmósfera. Sólo la presencia de reservas de agua dulce
permitían que el planeta siguiera en estado terminal y no pasara a
convertirse en otra roca sin vida, de esas que abundan en el
universo.
El pobre desafortunado buscaba algo
para comer, pues llevaba una semana sin probar más bocado que el
pellejo medio quemado de un perro muerto en alguno de los derrumbes
provocados por los estertores de la tierra; por lo menos había
encontrado ese mismo día una posa de agua turbia que le había
servido para llenar una vieja botella plástica de dos litros para
poder beber y prolongar así su sufrimiento unos días más. El
hombre avanzaba hacia el norte, pues sabía que al norte del mundo
estaba Estados Unidos, lugar en que probablemente había de todo y
para todos, pues antes del inicio de la conflagración nuclear muchos
países lo acusaron de acopiar bienes básicos. Lo que el hombre no
sabía es que ya no quedaba nada desde el golfo de México al norte,
gracias a la explosión de sendos volcanes que arrasaron con toda
América del Norte, poco después que lanzaran sus misiles nucleares
y algo antes que recibieran el contraataque.
El hombre caminaba agotado, las fuerzas
lo habían abandonado y sólo la inercia y el espíritu de
sobrevivencia lo mantenían en movimiento. Mientras caminaba se
encontró con una zanja enorme en el pavimento que no pudo evitar,
rodando por ella varios metros hasta que el desnivel acabó, quedando
semisumergido en agua fresca. Agua fresca, algo que no había visto
ni probado hacía semanas ahora lo estaba casi ahogando. El hombre se
incorporó para no morir y poder beber con tranquilidad hasta el
hartazgo, y aprovechar de lavar su botella y llenarla con el vital
líquido para seguir su camino, cualquiera que este fuera. Al parecer
el agua no estaba contaminada, pues no tenía ninguno de los sabores
que ya había aprendido a reconocer para alcanzar a escupir antes de
envenenarse, y no veía a nadie a su alrededor como para tener que
rendir cuentas acerca de su uso. Cuando el ahora no tan desafortunado
hombre terminó de llenar sus botellas de reserva y se aprestaba a
encontrar una salida a esa zanja, se topó con una mampara con sus
vidrios reventados, a través de la cual alcanzó a ver un objeto que
le cambiaría la vida: un par de metros dentro del galpón
desprotegido por la puerta había varios carros de supermercado. El
hombre casi afortunado entró al lugar y con júbilo descubrió que
efectivamente estaba en un antiguo supermercado que había sido
saqueado pero no en su totalidad, quedando a su disposición cientos
de latas de variados alimentos que aún no vencían. El afortunado
hombre llenó su mochila casi más allá de las fuerzas que tenía en
sus piernas como para cargar tal peso, y luego llenó sus bolsillos
con todo lo que logró rescatar, para luego sentarse tranquilamente a
abrir un par de tarros con un abrelatas que encontró en otro de los
pasillos del local y poder por fin comer en paz y decentemente. Una
vez lleno, y después de dormitar cerca de media hora, salió del
lugar para seguir hacia el norte, agradeciendo al universo por la
suerte que había tenido. Tres segundos después un meteorito de cien
kilómetros de diámetro atravesó el planeta haciéndolo estallar en
mil pedazos.