A medida que la hora
avanzaba, los pasos de Alejandro se hacían cada vez más y más
lentos. Luego de más de siete horas caminando, sus músculos se
negaban a responder, protestando por medio de calambres y fatiga por
la interminable tarea a que se habían visto sometidos. Sin importar
aquello, y superando a cada paso el dolor, el joven seguía
moviéndose hacia su objetivo final.
Alejandro era un joven
estudiante de filosofía que enfrentaba la realidad desde el púlpito
del ateísmo, único dogma plausible a su entender, por el hecho de
carecer de todo lo que define a un dogma como tal. Así, pasaba sus
días estudiando a los grandes pensadores de la historia de la
humanidad para rescatar de cada uno los lineamientos suficientes como
para entender la esencia de todo lo que lo rodeaba, basado en los
preceptos del raciocinio y la argumentación lógica: si alguien
quería que llegara a creer en algo, debería traer más pruebas que
algún viejo libro de incierto origen y cruel evolución. Los dogmas
eran entretenidos en el deporte y tolerables en la política, pero en
el pensamiento eran un insulto, una bofetada a la cara de la
racionalidad.
Esa tarde Alejandro estaba
estudiando justamente corrientes religiosas, y se encontraba
revisando una de las partes más patéticas del imaginario religioso:
las posesiones por entes del mal. En un principio llegaba a ser casi
entretenido leer cómo algunas personas extremadamente inteligentes
habían sido capaces de inventar una suerte de realidad paralela
donde seres invisibles del bien y del mal se peleaban por conquistar
las almas de los seres humanos. El alma, esa suerte de soplo vital
incomprensible e inexistente, era capaz de explicar con sencillez lo
que los científicos ya sabían de antemano pero explicaban en
términos inaccesibles para el común de las personas. Así, los
creadores de las religiones idearon mundos paralelos capaces de
explicar todo con una simpleza que fue capaz de cautivar a quienes no
gustaban de pensar, y cuyos preceptos eran alcanzados por medio de un
proceso simplemente espectacular: la iluminación divina. Era
innegable, había que ser extremadamente inteligente y racional para
crear algo tan irracional y mantenerlo por milenios en pugna con las
ciencias.
Mientras pasaban las horas
y la tarde se hacía noche, Alejandro se adentraba en los argumentos
basados en los diversos dogmas, que justificaban la necesidad de la
existencia de personas especializadas en luchar contra el mal, como
forma de proteger a la humanidad del ataque de quienes buscaban
apoderarse de las almas de la gente de bien. De pronto Alejandro vio
frente a sí lo que necesitaba: ese era el tema adecuado para hacer
su tesis final de carrera, un análisis desde la racionalidad acerca
de la lucha de las religiones contra los demonios. El muchacho de
inmediato empezó a buscar en los datos del autor de uno de los
textos más actuales que estaba leyendo, información de cómo
contactarlo para entrevistarlo y poder adentrarse en la esencia de
quienes creían, conocían y defendían dicha lucha. Un par de
búsquedas por internet y algunos correos electrónicos le
permitieron concertar la anhelada entrevista para empezar con el
trabajo investigativo de su tesis.
Alejandro llegó a la casa
del autor del libro, vestido con ropa semiformal, con su computador
portátil, una grabadora y una copia del libro escrito por su
entrevistado. En cuanto llegó el viejo sacerdote lo invitó a
sentarse y partió a buscar algunos documentos para empezar a
conversar. De pronto, el viejo se acercó con una pequeña botellita,
con la cual le arrojó ácido a la piel, provocándole de inmediato
llagas y quemaduras que lo hicieron salir huyendo lo más rápido
posible de ese extraño lugar.
A medida que la hora
avanzaba, los pasos de Alejandro se hacían cada vez más y más
lentos. Luego de más de siete horas huyendo del exorcista, ya no
daba más y necesitaba descansar para recuperar fuerzas. El viejo
sacerdote parecía tener una resistencia sobrehumana, pues cada vez
que creía haberlo perdido, sentía el rocío del ácido que el viejo
loco le lanzaba a corta distancia. La piel de su rostro y brazos
ardía y sangraba, y el joven tenía miedo que el ácido cayera a sus
ojos y lo dejara ciego. De pronto un fuerte empujón lo derribó,
quedando tendido de espaldas en el suelo: el sacerdote lo había
encontrado, y se aprestaba a terminar de quemarlo para acabar con su
vida y acallar su investigación. Con espanto vio cómo el anciano
seguía rociando el urente líquido sobre él, mientras recitaba
conjuros en latín; Alejandro cerró los ojos para esperar su
inevitable muerte, al ver que el anciano se agachaba sobre él con
una pequeña daga. Sin embargo, en vez de sufrir el puñal entrando
en alguna parte de su cuerpo, sintió que el anciano lo colocó sobre
su pecho, lo que de inmediato calmó sus dolores, curó sus
quemaduras y abolió su otrora obsesiva necesidad por luchar contra
una fe que ahora no le parecía tan mala. El viejo sacerdote lo ayudó
a incorporarse, para luego guardar su cruz en forma de daga y la
botellita de agua bendita: nuevamente el poder divino había liberado
a un pobre joven de las garras del demonio de la razón.