La sala del hospital estaba vacía. Las
ocho camas, desocupadas por varias semanas, estaban preparadas y
dispuestas para acoger a ocho personas que necesitaran del cuidado de
un hospital para sanar los males de sus cuerpos y poder volver a
funcionar como seres sanos y productivos para la sociedad; sin
embargo, y pese a la pujante e imperiosa necesidad de camas que había
durante todo el año, nadie quería usar esa sala pues internarse en
esa habitación era sinónimo de muerte. Hacía ya un par de meses
que ningún paciente aceptaba ser internado en esa sala producto de
los rumores, y las últimas tres semanas nadie había querido entrar
al lugar, ni siquiera el personal de aseo. Ese día el director del
hospital había amenazado a todo el mundo con el despido si es que no
terminaban con esa ridícula historia, y frente a la negativa de
todos, decidió quedarse a pernoctar esa noche en la sala vacía para
probar a todos lo infantil de sus temores: a la mañana siguiente su
cadáver fue encontrado en rigor mortis, y con una mueca de espanto
que nadie sería capaz de borrar de sus mentes de por vida. Desde esa
fecha, el lugar se dio a conocer como la sala maldita.
Una tarde cualquiera llegó a la
urgencia una muchacha de dieciocho años, traída por sus amigos
luego de una fiesta en que abundaron las drogas y el alcohol; la
chica, completamente intoxicada, miraba para todos lados con una
sonrisa algo forzada, y la vista perdida en las alucinaciones
causadas por todo lo que había consumido en las últimas cuarenta y
ocho horas. El médico de turno les dijo a los compañeros de la
chica que debía ser internada, que el único lugar disponible era la
sala maldita, les explicó la historia de dicha sala y dejó al
criterio de los jóvenes la internación: ellos se miraron y de
inmediato decidieron su ingreso al lugar. En cuanto terminaron de dar
los datos de la muchacha, sus amigos desaparecieron para seguir la
fiesta que habían debido interrumpir.
El personal del piso en que se
encontraba la sala se mostraba reticente a ayudar, sin embargo
habilitaron a la rápida una de las dos camas adyacentes a la puerta,
tratando de estar el menor tiempo posible en el lugar. En cuanto la
chica ingresó a la sala, empezaron a correr las apuestas acerca de
su hora de deceso. A la media hora de ingresada, se empezaron a
sentir ruidos extraños en la habitación, que llamaron de inmediato
la atención del personal de turno, quienes se acercaron a la puerta
y vieron una extraña escena: la muchacha parecía estar bailando
casi en el aire, riendo a carcajadas, y tratando de aproximarse a una
vieja puerta tapiada al fondo de la sala.
La joven había consumido una gran
cantidad de alucinógenos esos dos días. Un amigo había traído
desde el altiplano varias drogas utilizadas por los viejos chamanes
para conectarse con sus divinidades, las que duraron mucho menos de
lo estimado, por lo cual debieron contentarse con seguir abusando del
alcohol y las drogas comunes. Cuando despertó, la chica se encontró
en una sala de hospital de paredes casi negras, llenas de pequeños
demonios que corrían por el techo y las paredes, signos inequívocos
de estar aún alucinando, por lo que decidió entregarse a las
imágenes y disfrutar o sufrir lo que hubiera de suceder. El viaje
era demasiado extraño, los pequeños demonios la tironeaban de un
lado para otro, haciéndola girar repetidas veces, lo que le causaba
risa más que temor. De pronto empezaron a materializarse figuras
fantasmagóricas de forma humana que intentaban infructuosamente
alejar a los demonios, y que parecían querer protegerla de los
divertidos seres que la hacían girar casi sin parar. La chica no
temía a los demonios, pero los fantasmas dejaban ver un terror
inconmensurable, pese a sus esfuerzos por demostrar fortaleza para
intentar ayudarla. Los demonios le saltaban al cuerpo, mordiéndola y
rasguñándola, a ver si con eso lograban atemorizarla en algo:
grande era su frustración al ver que la muchacha reía cada vez con
más vehemencia, como si sintiera cosquillas con los ataques de los
engendros del infierno. De pronto en su alucinación apareció una
puerta, tan oscura como las negras paredes, pero que dejaba el paso
de una potente luz por el ojo de su cerradura y por debajo de su
borde inferior; en cuando intentó acercarse los fantasmas se
arrodillaron a sus pies como si rezaran a alguna deidad, mientras que
los demonios aumentaron la violencia de sus ataques, mordiéndola por
todas partes. La chica llegó hasta la puerta, tomó con fuerza el
picaporte y lo abrió: en ese instante los demonios salieron huyendo
a través del piso, desmaterializándose ante su vista, mientras los
fantasmas entraban por la puerta regocijados hacia la luz. En cuanto
la muchacha la cerró, las alucinaciones se acabaron, y el lugar
volvió a verse como la sala de un hospital en su mente. Lo que ni
ella ni nadie lograron explicarse, eran los cientos de huellas de
uñas y dientes en su pálida piel.