En la difusa confusión
que rodea el mundo de los sueños, Amanda intentaba encontrar algo de
racionalidad para poder detener la angustia que la asfixiaba en esos instantes.
Sus sueños ya no eran tal sino pesadillas, y la hora de dormir no significaba
el tiempo de descansar sino el incierto mundo de lo indescifrable. Cada noche
era lo mismo, por lo que el ver ocultarse el sol era un martirio recurrente, y
el sentir la pesadez de los ojos y el cansancio corporal eran signos
inequívocos del principio del persistente sufrimiento de cada noche. Nadie sino
ella lograba comprender la angustia que la invadía a la hora en que todos se
preparaban a gozar de un merecido descanso.
Amanda sabía que
estaba durmiendo, pues cada pesadilla empezaba igual. La muchacha estaba de pie
frente a una alta puerta de reja de dos hojas, de largos barrotes terminados en
elaboradas puntas de lanza, y sin más soportes que el anclaje al suelo y una
barra perpendicular doble soldada antes de las puntas, a cerca de tres metros
de altura. En cuanto la joven abría la reja, cosa que por lo demás ocurría casi
contra su voluntad, empezaba un viaje enfermizo por sus temores y frustraciones
que tomaban forma física en su mente durante las eternas noches. El enfermizo
desfile de bestias polimorfas y una que otra amorfa no hacían más que
descompensar a la pobre muchacha, que veía cómo se abalanzaban sobre ella todas
esas criaturas, para desaparecer en el instante preciso en que iban a golpearla
o impactar contra ella; así, el temor de saberse agredida por sus faltas la
sumía en un estado de desesperación que sólo terminaba cuando era despertada
por la campanilla de su viejo despertador.
Esa noche Amanda
se acostó casi resignada. Luego de ver al último psiquiatra, y terminar de
tomarse la caja del hipnótico recién salido al mercado sin resultado alguno, decidió
darse por vencida y dejar de luchar contra su realidad: la noche no era para
dormir sino para sufrir, y el descanso era un derecho y un placer reservado a
todos menos a ella. Después de los clásicos minutos en que intentaba buscar en
el cielo de su dormitorio alguna respuesta a su situación, empezó a soñar.
Nuevamente se encontró de pie frente a la reja de acero, la cual abrió para
iniciar su recorrido. Extrañamente en esa ocasión no se aparecieron monstruos
ni criaturas, y el paraje parecía estar demasiado calmado; de entre la niebla
que cubría el piso empezaron a aparecer estructuras similares a lápidas,
convirtiendo el paraje en un cementerio. Cuando la muchacha se acercó a
leerlas, no reconoció ningún nombre, y se sorprendió al ver que todas las
fechas de defunción correspondían al mismo año, mucho antes que ella hubiera
nacido. De pronto de las tumbas empezaron a emerger fantasmas de forma humana
que la rodearon en silencio, y cuyos rostros si bien era cierto desconocía, le
parecían de algún modo familiares. Los fantasmas hicieron una especie de
corredor, e instaron a Amanda a caminar por él, llevándola a un árbol del cual
colgaba desde el cuello un cadáver descompuesto con un cartel sobre su pecho.
En ella la muchacha leyó un nombre que sintió como suyo, y una leyenda que
versaba “Doctora Locura, criminal de guerra, torturadora muerta en la horca por
torturar gente impidiéndoles dormir”