Aún recuerdo la última vez que morí, en que nadie
acompañó mis restos; ahora estoy listo para seguir el mismo camino. Esa lúgubre
mañana de julio la lluvia arreciaba como nunca, y sólo los sepultureros estaban
en mi funeral. No hubo sacerdote, familia ni amigos, ni siquiera el alcaide de
la prisión o el encargado del pelotón de fusilamiento, que tuvo que rematarme
de un tiro en la cabeza porque los malditos hijos de perra se pusieron de
acuerdo para dispararme a los brazos y las piernas, para hacerme sufrir lo más
posible. De hecho los sepultureros estaban ahí por obligación, así que el cajón
no fue depositado sino lanzado, y el agujero apenas tenía algo más de un metro
de profundidad, así que antes de partir a una grata estadía al purgatorio, pude
ver cómo la lluvia esa misma tarde descubría mi cajón, y dejaba mis restos a
merced de los animales carroñeros. Gracias a dios los tiempos han cambiado,
lamentablemente para muchos, mi alma no.
Un día cualquiera, luego de no sé cuánto tiempo
sufriendo, alguien decidió que debía reencarnar para demostrar que había
aprendido en parte mi lección; convenientemente me metieron en el útero de una
mujer que vivía cerca de las madres de aquellos que habían desatado todo unos
cien años atrás. Pero quien me envió, no sé si por error o a sabiendas, no
borró mi memoria ancestral, sino que envió con todos los recuerdos frescos, de
mi vida anterior y de todas mis otras vidas, incluyendo los períodos entre
vidas. Mi infancia como imaginarán fue complicada, pero a sabiendas de lo que
los errores significan, hice el mayor esfuerzo por no delatar mi realidad, lo
que hubiera terminado conmigo internado en algún hospital psiquiátrico.
Cuando cumplí la mayoría de edad llegó el momento de las
decisiones. El destino quiso que aquellos que fueron responsables de la condena
a muerte en mi encarnación anterior, se transformaran en mis compañeros de
trabajo. Dejando de lado todo el sufrimiento causado decidí perdonarlos, para
así poder demostrar que podía perdonar y seguir con mi plan de vida. Había
pasado la prueba, y ahora la eternidad debía premiarme por ello.
Aún recuerdo la última vez que morí, en que nadie
acompañó mis restos; ahora estoy listo para seguir el mismo camino. El juez
dictó la pena de muerte por inyección letal por haber muerto a esos ocho niños
en el bus escolar, dejando vivo sólo a un pequeñito sin que lograran sacarme
explicación alguna. Era obvio que iba a dejar vivo al encargado del pelotón,
los que me la debían eran esos ocho fusileros hijos de perra. En cuanto esté en
la camilla miraré con detención el alma del verdugo, pobre de él si me hace
sufrir…