Caminar. Lo único que
quería hacer era caminar. Pese al cansancio que lo agobiaba en ese
instante su cuerpo le pedía movimiento. No era capaz de entender las
señales de la vida, aquellas que tantas veces se habían plantado
frente a sus ojos y para las cuales estaba ciego: pese a estar ahí,
nunca supo de su existencia. Y ahora por primera vez había un algo
que le decía qué hacer para sentirse bien: caminar. El hecho de
alejarse del lugar de origen, de vencer la gravedad y la inercia, y
de avanzar por donde se pudiera sin rumbo ni destino lo estimulaban a
seguir haciendo caso a ese algo que por fin era capaz de percibir.
Caminar. El más barato y
más sencillo don que le fue conferido al humano como animal con
patas, y que es capaz de hacer en dos y no en cuatro como la gran
mayoría del resto de los mamíferos de la tierra. El simple hecho de
caer eternamente y detener la caída con un pie distinto cada vez le
permite avanzar libremente a través de los obstáculos físicos de
la realidad, millares de veces más superables que los escollos
intangibles que se auto impone todos los días y a cada momento.
Justamente esos intangibles fueron los que despertaron en él la
necesidad de caminar. Más que un impulso fue una pulsión la que lo
levantó de su inamovilidad y lo hizo empezar a caminar. Realmente
fue necesario llegar un paso más allá del límite como para cambiar
de la comodidad del status quo a la incertidumbre de los pasos fuera
de la seguridad de la realidad conocida y aceptada sin reparos por
años.
El viejo muchacho había
explotado, luego de verse sometido por años a las presiones
indebidas de la sociedad que le exigía demasiado a cambio de
migajas. Su vida, su familia, su trabajo, sus secretos, todo había
terminado abruptamente, y ahora sólo le quedaba alejarse de los
escombros de la realidad que a la fuerza estaba dejando atrás. Lo
que otrora había sido su objetivo vital, ahora era un desecho de su
proceso vital, lo que antaño veía como su futuro ahora formaba
parte de su pasado; aquello por lo cual antes hubiera matado ahora
yacía muerto tras de sí por su propia mano. La pena y el
remordimiento ya no existían en su léxico, habían sido
reemplazadas por la venganza y la crueldad. Así, luego de terminar
lo que tal vez jamás debió haber comenzado, ahora empezaba a
caminar, sin inicio y sin destino, sin ganas y sin cansancio, sin
objetivos y sin sentido, simplemente caminar porque sí y hacia donde
fuera que esa diosa veleidosa llamada destino guiara sus pasos.
El muchacho avanzaba por
la nada hacia la nada. Sin que su marcha molestara o interrumpiera a
nadie, de pronto a todos empezó a molestar e interrumpir; la vida
nuevamente se interponía entre él y su felicidad, y otra vez debía
luchar por obtener su fin, que no era otro que caminar. Así, día
tras día caminaba sin rumbo, y batallando contra quienes no querían
que lo hiciera. Sabía que luego no podría caminar más, pues la
sociedad no aceptaba a gente como él, que mataba a quienes se
interpusieran en su camino tildándolos de locos o asesinos; el
grueso de la gente no entendía que había que luchar por los sueños
sin medir el precio, pues no había nada más que el bien individual,
pues la sociedad, esa suerte de megaclan hipertrofiado, era creación
de los débiles que no podían o no querían crecer por sí mismos
sino junto con y gracias al resto. Su única esperanza era que lo
mataran de un disparo en la cabeza: el mundo no era merecedor de su
sabiduría.