El
joven artesano venía recién llegando a la feria artesanal para abrir su puesto
y empezar a vender sus productos. Su pálida tez y brillantes ojos azules
estaban enmarcados en un oscuro y grueso cabello negro, debido a la mezcla
entre su padre de origen aymara y su madre, una turista francesa que decidió
quedarse a vivir en el norte de Chile, enamorada del paisaje y del menudo
hombre que conquistó su corazón. El muchacho destacaba dentro del grupo de artesanos,
aparte de su piel y ojos, por su elevada estatura, varios centímetros por sobre
el resto de sus colegas; así, su presencia o ausencia jamás pasaban
desapercibidas. El muchacho se había quedado dormido tarde la noche anterior,
luego de asistir junto a algunas turistas a una fiesta de playa organizada por
una bebida energética, que poco le había ayudado para mantenerse sin sueño
durante la madrugada, ni menos para amanecer con energía a la mañana siguiente,
así que había despertado más tarde que de costumbre, por lo que esperaba ser el
último en abrir puesto esa mañana de verano; sin embargo cuando llegó, la feria
estaba aún vacía. De inmediato y sin darle más vueltas al asunto, el joven
empezó a buscar en su bolso las llaves para abrir los candados, acomodar sus
productos e iniciar las ventas, cuando de pronto un agudo dolor en su nuca lo
derribó y le hizo perder la conciencia.
Lentamente
el joven empezó a recuperar el conocimiento, en medio de un dolor de cabeza y
un mareo insoportables, sólo comparables con sus primeras experiencias con el
peyote, droga alucinógena extraída de ciertos cactus de la zona desértica de
México, donde había viajado un par de años antes. Estaba en un lugar demasiado
iluminado, lo que le impedía reconocer el sitio. Sus ojos intentaban
infructuosamente adaptarse para poder ver algo: cada vez que parecía distinguir
alguna sombra, la luminosidad parecía aumentar, llegando a ser doloroso
mantenerlos abiertos. El joven intentó taparse los ojos con las manos pues sus
párpados parecían ser traspasados por la potente luz; en ese instante descubrió
que estaba amarrado, como crucificado sobre una especie de camilla. De pronto
algo oscuro pareció bloquear por un instante la luz que lo enceguecía, para
luego posarse sobre su boca y empezar a aturdirlo lenta y placenteramente en
esta ocasión.
Un
fuerte y doloroso golpe de su cuerpo contra una superficie metálica despertó al
artesano mestizo. El joven estaba ahora en un sitio pequeño y oscuro que se
movía para un lado y otro, y que parecía rebotar cada cierto tiempo; luego de
escuchar el ruidoso sonido de un motor de fondo, entendió que se encontraba en
la parte de atrás de algún vehículo similar a un camión blindado de transporte
de valores, o a una suerte de ambulancia algo bizarra. El joven estaba retenido
por gruesas correas de cuero atadas a muñecas y tobillos, y que estaban fijadas
por medio de cadenas a la superficie metálica en que estaba recostado, y que
parecía hacer las veces de camilla; iba vestido con ropa que parecía sacada de
un pabellón de cirugía, y en su cuello había un paño que lo envolvía y que
aparentemente estaba amarrado en su nuca. El lugar estaba extremadamente frío,
y si no fuera porque sabía que estaban en enero y a poca distancia del desierto
de Atacama, podría haber jurado que estaba lloviendo torrencialmente en el
exterior. De pronto el vehículo se detuvo, y algunos segundos después las
puertas traseras se abrieron: rápidamente un par de hombres con pasamontañas
entraron, le soltaron las ataduras y lo bajaron en andas, sin que pudiera
siquiera intentar oponer resistencia. Cuando lo sacaron al exterior, una fuerte
lluvia empezó a empapar su delgada vestimenta, sin que ello pareciera preocupar
a sus captores, quienes estaban bastante abrigados, y que caminaban aceleradamente
con él a cuestas, casi como si no pesara nada. Un par de minutos después, y
cuando ya no quedaba lugar seco en su cuerpo, llegaron a una extraña plataforma
de madera en medio de esa nada lluviosa.
El
joven artesano estaba confundido. No sabía dónde estaba ni cómo había llegado
ahí, y tampoco era capaz de comprender qué era lo que estaba sucediendo. La
plataforma de madera estaba colocada sobre unos pilotes del mismo material,
como de un metro y medio de altura. Al centro de la plataforma, por debajo,
parecía haber una gran cantidad de cables que se metían a las entrañas de la
tierra, o tal vez salían desde ella; sobre su superficie, varios focos
apuntando hacia la periferia dificultaban la visión, hasta que lo subieron por
medio de una pequeña escalinata y pasó la línea de luces, donde por fin pudo
ver algo que definitivamente hubiera preferido jamás haber visto.
Al
centro de la plataforma, justo por encima de los cables que salían o entraban a
la tierra, había una especie de computador o servidor de grandes dimensiones,
de al menos ocho o diez veces el tamaño de un computador de escritorio normal.
De él salían varios paquetes de cables que se distribuían hacia sillas
dispuestas con sus respaldos hacia el servidor, que en sus apoya brazos y patas
delanteras tenían fijadas sendas ataduras de cuero similares a las del
vehículo, y que en cada apoya cabezas parecían tener una especie de enchufe
desconocido para él. Las sillas estaban vacías, y todas tenían en sus respaldos
signos representativos de distintas etnias autóctonas distribuidas en el
territorio chileno. Antes de ser desnudado y sentado a la fuerza en el sitial
con la chakana aymara,
el muchacho alcanzó a ver que tras la suya había una silla más pequeña que las
otras, ocupada por alguien que parecía un enano y que no emitía palabra alguna.
Acto seguido el joven fue atado de manos y pies, luego de lo cual una madura
mujer de poco agraciado rostro y peor expresión se paró delante de él, le sacó
el paño que envolvía su cuello, y empujó violentamente su cabeza contra la
silla, quedando de inmediato conectado al enchufe del apoya cabezas por medio
de la conexión que habían colocado en la base de su cráneo un par de días antes
en el pabellón quirúrgico, donde había despertado temporalmente. La mujer, sin
preocuparse del gemido que emitió el joven, ni de las convulsiones que sufrió
durante algunos segundos antes de quedar paralizado, miró hacia el ser en
penumbras y dijo con voz satisfecha:
–Llave
uno, en su lugar y activada.
Jueves 11 de abril de 2013, lanzamiento de mi novela "Kon" en Café Comics, Manuel Montt 275 local 263