El sicario estaba
esperando el instante en que empezaría a morir. No le tenía miedo a
la muerte, pero ese era tal vez el modo más indigno que se le
hubiera podido ocurrir para dejar este mundo y partir al infierno.
El sicario era un hombre
joven, dedicado a matar a los enemigos de quien fuera que lo
empleara. A diferencia de la gran mayoría de los asesinos de la
mafia, él no estaba alineado con ninguna familia, era simplemente un
asesino a sueldo que vendía sus homicidios al mejor postor; así, un
día podía estar asesinando a quien lo había contratado la semana
anterior, sin que ello le generara conflicto moral alguno, lo que lo
hacía cada vez más temido y a la vez, buscado para ejecutar
trabajos por doquier.
Hacía ya un par de meses
que el hombre había estado con problemas digestivos, por lo que
había tenido que dejar algo de lado el negocio para poder tratarse.
Luego de una serie de exámenes el médico diagnosticó cálculos en
la vesícula y lo derivó a un cirujano para resolver el problema,
extrayendo el órgano alterado. De un día para otro el sicario había
cambiado las armas por los formularios y los exámenes para
prepararse para ser operado, y así volver lo antes posible a las
calles a ganarse la vida matando desconocidos. El cirujano le dijo
que el procedimiento se haría sin tener que abrir el abdomen, lo
cual disminuía el tiempo de reposo pos operatorio.
Esa mañana había
llegado temprano a la clínica. A los pocos minutos de ingresar ya
estaba listo a ser anestesiado para que el cirujano y su equipo
hicieran su trabajo. Luego que le colocaran la anestesia y que dejara
de sentir la parte inferior de su cuerpo, se dispuso a dormir para
matar el tiempo; además, no tenía gracia ver sus órganos internos
por una pantalla, después de haber visto los de muchos de sus
trabajos en directo y fuera de la cavidad abdominal. De pronto un
sonido metálico conocido lo puso en alerta, pero sin que fuera capaz
de reaccionar por la anestesia que le habían colocado: de un
instante a otro tres hombres con armas con silenciadores entraron al
pabellón, asesinando a todo el equipo quirúrgico, y haciendo pasar
a alguien con vestimenta médica, quien abrió por completo su
abdomen con un afilado bisturí, para luego recibir un disparo en una
de sus sienes.
El sicario estaba
esperando el instante en que empezaría a morir. No le tenía miedo a
la muerte, pero ese era tal vez el modo más indigno que se le
hubiera podido ocurrir para dejar este mundo y partir al infierno. El
asesino era hijo de una de sus víctimas, y a su vez lo había
contratado en su momento para cobrar venganza; sin embargo, su falta
de lealtad con todo el mundo lo dejaba fuera de la escala de valores
del crimen organizado en familias. El sicario vio cómo metían
ratones hambrientos por la incisión en su abdomen, y escuchó el
ruido que hacían al empezar a devorar sus vísceras. Una vez que sus
asesinos se fueron, empezó a pensar cuánto tiempo duraría la
anestesia que le habían colocado...