Frente a las
puertas de la iglesia, el joven sacerdote se preparaba para la más difícil
confrontación de su vida, y tal vez la última. Si bien es cierto siempre supo
que el peor enemigo de la iglesia era el demonio, jamás pensó que le
correspondería enfrentarlo directamente.
El sacerdote
llevaba algo menos de un año fuera del seminario y de haber sido ordenado.
Luego de haber cumplido el arduo camino que desde la adolescencia había
decidido seguir, por fin se sentía un ser humano pleno, que no necesitaba nada
más que la alegría de su fe para ser un hombre pleno: todo lo que ocurriera en
su vida desde el segundo en que fue ordenado sería un regalo de dios, pues eso
era lo único que quería para sí, lo que llegara a suceder desde ese instante en
adelante sería todo obra de dios en su ser y un regalo para la humanidad a la
que había jurado servir de por vida.
El primer destino
del sacerdote fue en una parroquia adyacente a un colegio católico. Su labor en
ella sería apoyar al párroco, hombre añoso y mañoso, pero algo cansado por el
ímpetu incansable de varias generaciones de jóvenes estudiantes que parecían
exudar energía por sus poros en demasía, y que con los años parecían cada vez
más incontrolables y alejados de los brazos de la iglesia. En cuanto llegó, el
viejo sacerdote lo llevó a su oficina y le advirtió acerca de una desagradable
costumbre de los alumnos del último año: entre ellos escogían a alguno que,
escudado en el anonimato del confesionario y en la intimidad de la confesión,
le hacía alguna broma pesada al nuevo sacerdote. Era común que alguna jovencita
se les insinuara, que algún joven confesara entre llantos su homosexualidad, o
inclusive que simularan un suicidio o una posesión satánica; de todos modos, y
si bien es cierto no era adecuado jugar con un sacramento, había una pequeña
cuota de permisividad sólo para ese primer episodio, que era considerado casi
como una bienvenida.
Esa mañana era la
primera misa en que le correspondería actuar de confesor, por ende el sacerdote
estaba atento a lo que los jóvenes le dijeran: si bien es cierto debía
estar preparado para la eventual broma,
no podía tampoco dejar pasar la necesidad de penitencia y perdón de las almas
de los muchachos. Todo se desarrollaba con plena normalidad, hasta que de pronto
la voz suave de una jovencita empezó a contar una historia acerca de haber sido
poseída por un demonio en un ritual que buscaba potenciarla como bruja, que
luego había caído en cuenta de la estupidez que cometió, y que ahora estaba
decidida a acabar con su vida quemándose frente a la iglesia, tal como la
inquisición hacía para acabar con las brujas en la antigüedad. Luego de reír un
poco en silencio, el sacerdote le recomendó a la muchacha que usara madera en
vez de bencina, pues esa era la usanza del sagrado tribunal mientras estuvo en
funciones, y luego la absolvió de sus pecados para que muriera en paz.
Luego de cinco o
seis confesiones normales después, un barullo empezó a invadir la iglesia. De
pronto un carabinero entró corriendo a avisarle a los sacerdotes que había una
escolar que se había desnudado frente a las puertas de la parroquia, había
armado una pira de madera seca que había empapado en alcohol, y ahora amenazaba
con prenderse fuego. Consternados, los sacerdotes corrieron a la puerta encontrándose
con la espantosa escena: la muchacha tenía una antorcha encendida, y se
aprestaba a inmolarse frente a todos.
Frente a las
puertas de la iglesia, el joven sacerdote se preparaba para la más difícil
confrontación de su vida, y tal vez la última. La joven, poseída por el
demonio, estaba lista a cumplir su palabra, aquella que había sido guiada por
los errados consejos del joven padre. Sin pensarlo dos veces el sacerdote se
lanzó sobre la frágil joven, empujándola y derribándola fuera de la pira; fue
tal la fuerza del impacto que la antorcha cayó encendida sobre la sotana del
sacerdote, la cual se encendió de inmediato, sirviendo de comburente para
encender la madera y convertir al padre en una tea humana. La joven y sus
compañeros miraban consternados: jamás creyeron que la broma de siempre
cobraría la vida de un inocente.