Nada nuevo parecía
haber esa mañana en la vida de Augusto; de hecho, hacía miles de mañanas que
nada nuevo aparecía en su horizonte. Su vida se había convertido en una rutina
desde que enviudó, hacía ya más de diez años. Su esposa se había transformado
en su vida, y su partida convirtió su existencia en eso, una simple existencia
que veía pasar el tiempo desde la misma habitación que vio partir al motor de
su realidad y lo había dejado como un mero chasis, en espera que la Parca lo
sacara de las calles y lo llevara al definitivo destino de felices e infelices.
Augusto seguía su
rutina casi como un autómata, evitando cualquier cosa que lo sacara del plano
en que circulaba: despertar, ducharse, desayunar, ir a trabajar, volver al
hogar, cenar y dormir. Lo que fuera que alterara ese ciclo perfecto debía ser
neutralizado lo antes posible, para que el destino no intentara retomar las
riendas de su vida y quisiera someterlo a nuevas alegrías, que tarde o temprano
se convertirían en sufrimiento. Así, Augusto sobrevivía porque había que
sobrevivir, pero esperaba a cada instante que la muerte se acordara de él y se
lo llevara, eventualmente, a reunirse con al menos el recuerdo de su esposa.
Una noche de
invierno Augusto llegó más tarde que de costumbre a su hogar, producto del
natural colapso de la ciudad que acaecía después de la primera lluvia. El
triste hombre llegó empapado, pues decidió bajarse del bus y seguir el trayecto
a pie, para ganarle algo de tiempo al eterno taco. De inmediato se sacó la ropa
mojada y se puso una tenida seca, para poner a secar su vestimenta que debería
usar al día siguiente en su trabajo. Al poco rato los calofríos y la fiebre lo
invadieron con violencia, dando inicio a un desagradable cuadro gripal, que
probablemente lo dejaría en cama un par de días, y al menos esa noche se
encargaría de despertar sus demonios en una incómoda pesadilla febril.
Luego de quedarse
dormido con los ojos adoloridos, Augusto apareció en un yermo patio, de noche,
en la parte posterior de una desvencijada casa de madera. En medio del
desértico patio había un gran árbol, del cual pendían un par de cuerdas atadas
a una tabla, que hacía las veces de columpio: su sorpresa fue mayor al darse
cuenta que esa casa y ese columpio era donde se había conocido con la que sería
su esposa, cuando ambos no pasaban de los quince años. Un nudo en su garganta
se hizo presente al recordar a su fallecida esposa en la pesadilla, a sabiendas
que en la realidad no era más que la congestión propia de su gripe. El cansado
viudo se acercó al columpio y lo meció con suavidad: en ese instante la imagen
de su esposa se hizo presente, balanceándose en el simple juego de juventud.
Augusto le quiso hablar, pero el nudo en su garganta y la felicidad que le
causaba ver al complemento de su vida lo hicieron desistir de su intento.
Un rato después,
Augusto se vio dentro de la casa en que se enamoró con su mujer. El lugar
estaba abandonado, en malas condiciones, sin mantención, casi a punto de
derrumbarse; al ver las derruidas paredes, Augusto sintió nuevamente apretada
su garganta, recordando aquella ocasión en que la mujer de su vida lo ayudó a
limpiar las superficies para luego colocar papel mural para así cambiarle el
aspecto al lugar. Justo en ese momento de la pesadilla, apareció su mujer
fregando la pared, mientras él sujetaba un balde donde ella remojaba una y otra
vez la esponja. Nuevamente su garganta y su efímera felicidad le impidieron
hablarle.
Sin darse cuenta, Augusto apareció en la calle,
a la entrada de la desvencijada casa. Esa noche llovía tal como en la realidad,
en que la lluvia lo atrapó y le contagió la gripe, cuya fiebre lo tenía ahora disfrutando
al amor de su vida, al menos hasta que despuntara el alba y debiera abandonar
esa maravillosa pesadilla para volver a la tortuosa realidad. De pronto y sin
que algún recuerdo evocara nada, su fallecida esposa apareció frente a él, y
empezó a apretar su cuello cada vez con más fuerza. Pese a que Augusto sentía
que la vida se le escapaba, sabía que una vez que terminara el pasajero dolor
estaría con su esposa para siempre. A la mañana siguiente su cuerpo fue
encontrado asfixiado por las sábanas en que se revolcó, producto de la fiebre.
Pese a la horrenda muerte que había sufrido, su cadáver mostraba una eterna
sonrisa.