Empezando el nuevo
día, Raquel miraba el reflejo de la luz de la luna sobre su pálida piel, que
parecía de leche por lo blanca y leve, tan leve como su grácil y delicado
cuerpo. Todos aquellos que la conocían la trataban con delicadeza, pues estaban
seguros que el más mínimo roce era capaz de dañar irreversiblemente a la
muchacha. Raquel simplemente se reía al ver la inocencia de quienes la
apreciaban, quienes pese a saber de su fuerte personalidad y su explosivo mal
genio, igual la consideraban lo suficientemente frágil como para sucumbir a los
avatares de la vida diaria.
Una de la mañana.
Raquel estaba más activa que de costumbre, mirando por el espacio que dejaba su
ventana entreabierta. A esa hora de la madrugada la mujer deseaba, al menos por
un instante, volver a ser niña de nuevo, para poder usar esa ventana como
puerta y escapar de los muros que la encerraban
físicamente, y que parecían también a veces encerrar un poco su alma, y
luego montar su bicicleta para alejarse de todo y todos. Cualquier cosa que hubiera
fuera de la seguridad de esa habitación era más seguro para su espíritu que ese
encierro. Lamentablemente ya no era esa niña que añoraba volver a ser, y ahora
debía conformarse con su envoltura, verdadera cárcel de su esencia.
Dos de la mañana.
Raquel miraba el techo, convencida que si se acostaba, se arropaba hasta el
cuello y se quedaba tiesa, lograría conciliar el sueño y acortar el viaje que
separa un día de otro. Pero su vida parecía estar empeñada en hacer cada vez
más largo su periplo, obligándola a estar consciente de cada cosa que pasaba o
dejaba de pasar en su existencia más acá de la ventana entreabierta. Morfeo era
alguien que no visitaba su vida regularmente; su alma soñadora anhelaba tener
más tiempo en el mundo de los sueños para que su mente pintara en el eterno
lienzo de la inconsciencia aquellas
ideas que se abarrotaban en sus neuronas por salir y plasmarse donde fuera. Sin
embargo, las presiones de sus ideas y sueños no parecían estar destinadas a
lograr romper las barreras que las mantenían contenidas sin poder llevarse a
cabo, o siquiera expresarse en su totalidad.
Tres de la mañana.
El tiempo inexorable avanzaba sin detenerse ante nada ni nadie, dejando en el
camino a quienes no le siguieran el tranco, pero a la vez arrastrándolos tras
de sí; si bien es cierto Cronos no podía engullir a los humanos tal como lo
hizo alguna vez con sus hijos, sí era capaz de llevarlos por los caminos que
debían tomar en el momento preciso, sin que hubiera posibilidad alguna de escapar
del destino, aquella incertidumbre que venía de la mano del futuro, irrealidad
que cobra vida sólo cuando se transforma en presente.
Cuatro de la
mañana. Los ojos de Raquel se negaban a cerrarse. A esa hora, y luego de
aburrirse de luchar contra sus recuerdos, que parecían atacarla cual fantasmas
en busca de venganza, simplemente se dejó llevar. Uno a uno los hechos de su
pasado que marcaron algo de importancia en su vida siguieron desfilando ante
los ojos de su alma, cada vez con menor agresividad, hasta finalmente fluir,
para seguir cumpliendo su cometido pero sin necesidad de herirla. Raquel seguía
con sus ojos abiertos, pero ahora a voluntad.
Cinco de la
mañana. El desfile ante los ojos de Raquel estaba por terminar. Luego de pasear
por sus juguetes, sus padres, su colegio, el instituto, las camas de varios
hombres y su trabajo, Raquel estaba llegando al final de su historia. A
sabiendas de lo que venía, y pese a que por fin el sueño la había invadido,
Raquel abrió con fuerza sus ojos para ver de nuevo lo ya vivido; cómo añoraba
en esos instantes su niñez, cuando las únicas metas por cumplir era columpiarse
cada vez más alto, sangrar menos de las rodillas al caer de la bicicleta, o
hacer la corona de flores más linda para ser la mejor de las princesas. Pero
ante sus ojos no aparecían el columpio ni la bicicleta, ni menos las flores: lo
más parecido a lo que veía ante sí eran sus sangrantes rodillas.
Seis de la mañana.
Había llegado por fin la mañana, y la princesa con corona de flores estaba
lista para montar su bicicleta e iniciar de una vez por todas su largo viaje.
Mientras el sacerdote leía la triste letanía y la instaba a pedir perdón por los
veinticinco ciclistas que secuestró y mató, en venganza por no haber recibido
nunca en su vida una bicicleta de regalo, lo que la alejó del grupo de amigos
del barrio en su niñez y de la sociedad en la edad adulta, un paramédico
revisaba sus brazos para asegurarse que la joven tuviera buenos accesos venosos
para poder cumplir su condena. Pero todo ello no era más que un mal sueño: ella
sabía que al fondo del pasillo de la muerte, y más allá de la inyección letal,
una bicicleta la esperaba para iniciar el incierto viaje, probablemente, al
reino de Hades.