I
El
viejo guerrero caminaba por el medio de la calle, arrastrando con su
mano derecha su pesada y ensangrentada espada y con la izquierda el
cadáver de su último enemigo, al que llevaba asido por su tobillo
derecho, dejando tras de si un rastro casi eterno de sangre que salía
del cuello sobre el cual ya no había nada, pues su cabeza, luego de
ser rápida y limpiamente cercenada por la mortal hoja del vetusto
soldado, estaba ahora depositada sobre su propio pecho. A su
alrededor una infernal balacera tenía la calle casi por completo
despejada, y los escasos vehículos a la vista estaban abandonados,
incendiándose, o con cuerpos acribillados en su interior. La punta
de la pesada hoja sin filo, al ser arrastrada por el pavimento,
sacaba chispas y dejaba una línea dibujada sobre la carpeta; sin
embargo, el ruido que hacía era inaudible gracias a los gritos y los
disparos que inundaban el ambiente, y su rastro se perdía al ser
cubierto por la sangre y el resto de los fluidos de los cuerpos ya
sin alma.
El
extemporáneo y anciano guerrero parecía no percibir lo que pasaba
en torno a él y a su trofeo, pues pese a que las balas pasaban a
centímetros de su cuerpo y silbaban una mortal melodía en sus
oídos, su cancino caminar no variaba ni parecía querer variar. En
más de una ocasión alguno de los combatientes se acercó,
apuntándolo con su ametralladora o pistola para intentar entender
qué hacía un viejo disfrazado y armado con una espada arrastrando
un cuerpo decapitado; en todas ellas, alguna de las balas que volaban
por doquier aterrizaba en la cabeza o en el tórax del curioso,
transformándolo al instante o a los pocos segundos en cadáver. Así,
el viejo armado con una reliquia de siglos de antigüedad, y que
arrastraba un cadáver decapitado, seguía su marcha en medio de la
moderna guerra sin destino conocido.
El
viejo guerrero avanzó con tranquilidad hasta la plaza de armas, para
dirigirse inmediatamente al costado oeste, en donde se encontraba la
iglesia. Dos hombres de vestimenta militar se dieron cuenta de sus
intenciones e intentaron detenerlo apuntándolo con sus pistolas a
corta distancia: bastó un solo movimiento de la pesada hoja de acero
del vetusto hombre para que ambos hombres cayeran al suelo
degollados. El viejo subió la escalinata arrastrando el cadáver
decapitado, y con la mano armada empujó la puerta del templo, la que
se abrió al instante. A metros del altar mayor y en medio de la nave
central, un joven párroco esperaba con una daga musulmana, que tenía
una medialuna en el final de la empuñadura en sus manos; el viejo
guerrero se acercó hasta quedar frente al sacerdote, instante en el
cual soltó el tobillo de su víctima. Sin saludarse ambos se miraron
a los ojos, y el viejo guerrero simplemente dijo, apuntando al cuerpo
en el suelo:
–Mi
parte del trato.
El
sacerdote se acercó al cadáver, miró el rostro de la cabeza en el
pecho del muerto, para luego pararse de nuevo frente al viejo y
extenderle la daga, la cual fue recibida por el guerrero mientras el
cura respondía:
–Mi
parte del trato.
El
guerrero miró la daga bañada en oro, y sin despedirse dio la vuelta
y con el mismo paso cancino salió del lugar arrastrando su pesada
espada en la mano derecha, y ahora cargando el pago a su contrato en
la izquierda.
II
Dos
pequeñas pero potentes explosiones se dejaron sentir a la entrada de
la iglesia; luego que las dos hojas de madera de la puerta cayeran
hacia adentro, producto de las cargas colocadas en las bisagras, un
equipo de fuerzas especiales compuesto por un oficial y cuatro
miembros entraron al lugar, distribuyéndose uno en cada ala lateral,
uno de vigía en el espacio donde estaba la puerta y dos en el ala
central. A la señal del oficial los cuatro hombres avanzaron por los
pasillos del templo, llegando en breves segundos al altar mayor, en
donde empezaron a grabar y transmitir el video de lo que ocurría en
el lugar. Sobre la superficie del altar, del cual se habían sacado
todos los ornamentos y artefactos religiosos, se encontraba el
cadáver decapitado del rabino Moshe Gottlieb, quien había sido
secuestrado una semana antes desde la Embajada de Israel, y cuya
desaparición había sido la gota que rebalsó el vaso de la
inestable relación entre católicos,
musulmanes
y judíos, desatando una serie de escaramuzas que llevarían, de no
mediar una intervención firme y decidida de los gobiernos
comprometidos, en el inicio de una guerra mundial de carácter
religioso. La cabeza del rabino se encontraba sobre su abdomen,
cubierta aún por su kippa, y
en el tórax había una daga bañada en plata, cuyo cubremano era lo
suficientemente ancho como para dar la sensación de ser una cruz
ensartada en el pecho del cuerpo sin vida. El
acompañante del oficial de inmediato empezó a sacar fotografías a
los restos, y dejó al lado del cuerpo un tampón de tinta y una
tarjeta de papel para sacar las impresiones de las huellas digitales:
el oficial pensó en llamarle la atención por dejar esos elementos
en el altar de la iglesia, pero dadas las circunstancias, el
sacrilegio en ese instante no pasaba de ser un mero detalle. El
oficial por medio de señas le indicó a sus hombres que se quedaran
en el lugar, mientras él buscaba en las oficinas de la parroquia por
si había algún morador. Los soldados quedaron parapetados en la
iglesia a la espera de las órdenes del jefe del grupo.
El
oficial caminó hacia la parte posterior del altar, en donde se
encontraba una puerta que daba a las dependencias de la parroquia.
Con suavidad giró el pomo de la puerta, entrando sigilosamente a la
oficina con su ametralladora en ristre y apegada al cuerpo para
evitar perderla en alguna agresión o enfrentamiento cuerpo a cuerpo.
El lugar se encontraba vacío: justo cuando el militar se aprestaba a
revisar los cajones del escritorio, un extraño crujido se sintió en
la puerta de una especie de armario que había en el lugar. Sin
mediar otra reacción el militar pateó con violencia el mueble,
soltando sus puertas y dejando caer al piso a un párroco joven, que
tenía en su mano derecha un cuchillo, el cual le quitó sin mayor
dificultad. El oficial puso el cañón de su fusil en la cara del
sacerdote, quien lo miraba con ojos de resignación.
–¿Padre
Rodríguez?– dijo el militar sin recibir respuesta, luego de lo
cual descargó un fuerte golpe con la cacha de su arma en la cara del
sacerdote–. Te hice una pregunta, mierda.
–Sí,
soy Anselmo Rodríguez.
–Vamos,
el fiscal tiene muchas preguntas que hacerte. Trataré de llevarte
vivo donde él, así que ruega por que mis hombres y yo estemos mejor
preparados que las tropas judías.
El
militar colocó esposas plásticas en las muñecas del padre
Rodríguez, llevándolo
delante de él para juntarse con sus hombres para seguir con el plan
establecido. Al llegar al altar, la incredulidad se apoderó del
veterano militar: a los pies de la estructura de piedra se encontraba
el cuerpo decapitado del soldado encargado de la identificación del
cadáver del rabino. Una rápida inspección le permitió ver los
cuerpos de los otros tres soldados, con las cabezas en su lugar pero
con enormes pozas de sangre en relación a la ubicación de sus
cuellos. El oficial rodeó con su brazo el cuello del sacerdote y
colocó el cañón del arma en su nuca, para luego empezar a girar y
así dificultar una arremetida sorpresiva de quien hubiera asesinado
a sus hombres. El párroco estaba casi congelado de miedo, y se
dejaba llevar por el giro impuesto por el soldado. De pronto el
militar se detuvo, y una especie de sonido gutural casi
imperceptible pareció escucharse tras de sí: de inmediato el brazo
en el cuello se aflojó, y el cuerpo muerto del militar cayó inerte
sobre el piso de la iglesia, mientras manaba de su nuca abundante
sangre. Detrás suyo, el viejo guerrero limpiaba con un trozo de la
cortina de la iglesia la hoja de su daga, luego de sacarla de la nuca
del militar completamente ensangrentada. El sacerdote respiró con
tranquilidad al ver al hombre, quien luego con la misma hoja cortó
la atadura plástica que unía por la espalda las muñecas del cura.
–Gracias,
me salvó la vida. ¿Cómo se lo puedo...?– en ese instante el
guerrero, sin que el sacerdote se diera cuenta, blandió su pesada
espada y degolló sin problemas al cura, quien se desvaneció de
cuerpo y alma sobre el cuerpo del militar.
–Maldito
cobarde... ¿para esto es todo este sacrificio?– gritó el
guerrero, mirando hacia el techo de la iglesia.
El
guerrero miró el cuerpo del rabino. Luego de asegurarse que estaba
bien colocado en el altar de la iglesia, reinició su marcha no sin
antes levantar las hojas de madera de la puerta, colocarlas en su
lugar, y conseguir una cadena para amarrarlas e impedir el paso de
intrusos al sitio consagrado. Luego de terminado su trabajo guardó
su
daga, y volvió a encaminar los pasos que debió deshacer
previamente, arrastrando su pesada espada por el pavimento, y
sacando del morral el
arma bañada en oro
que debió guardar para no ensuciar con la pequeña batalla que debió
librar en terreno sagrado.
III
–Malditos...
malditos todos– murmuraba el viejo guerrero mientras avanzaba por
en medio de la avenida principal, rayando el pavimento del desgastado
bandejón central con la punta de su espada–. Vagos de mierda... ni
siquiera son capaces de batallar por sus templos... ni imanes, ni
rabinos, ni pastores, ni sacerdotes... ¿qué pasó con el tiempo en
que los hombres consagrados a la fe defendían por las armas y con
sus vidas los lugares sagrados? Ahora son una traílla de gordos
flojos y cobardes... ¿qué pasó con la creación del Padre, acaso
sus hijos ya no son merecedores de Su mirada?– dijo en voz alta el
guerrero, mientras las balas silbaban a su alrededor.
El
viejo guerrero seguía su marcha en medio de las calles atestadas de
vehículos incendiados y acribillados, y de litros de fluidos
corporales que ya empezaban a confluir en hilos, que en breve plazo
empezarían su indefectible marcha hacia las alcantarillas de la
ciudad. Ni su paso ni su espada cejaban al encontrar algún cadáver
a su paso: el guerrero simplemente pasaba sobre el cuerpo, y la
pesada espada a través de él, dejándolo partido en dos sobre el
pavimento. Casi
todo el tiempo su mirada estaba fija en el suelo; de vez en cuando
miraba a su alrededor, asqueado de ver cómo la creación divina
había degenerado en lo que los humanos conocían por mundo moderno,
el que ahora empezaba a desmoronarse ante los atónitos ojos de
todos, y sin que nadie intentara hacer algo real para detener esa
locura. De vez en cuando algún soldado se acercaba para intentar
asustarlo o robarle lo que fuera, a lo que simplemente respondía con
un certero golpe al cuello con su espada de más de un metro de
largo, que de inmediato volvía a su posición original: arrastrando
su punta por el cemento. En una que otra oportunidad alguno más
inteligente se situaba a mayor distancia y le disparaba a quemarropa:
el viejo guerrero simplemente esquivaba los disparos, dejando
atónitos a sus agresores, lo que le daba el tiempo suficiente para
acercarse a menos de un metro y dejar a su espada hacer lo suyo. Para
aquellos que le disparaban a distancia, había quienes se encargaran
en las sombras.
El
guerrero no pasaba desapercibido en su lenta y cadenciosa caminata a
través de la ciudad sitiada por las tropas de tres naciones
enfrascadas en escaramuzas propias de una guerra de guerrillas, que
de no mediar negociaciones agresivas, una intervención militar de
Naciones Unidas, o el concurso de la divinidad, terminaría en una
guerra religiosa de consecuencias nefastas. El hombre vestía una
vieja sotana café con capucha, la que colgaba sobre su espalda,
dejando ver una pálida y arrugada tez, una larga cabellera y una
frondosa combinación de barba y bigotes blancos producto de la
vejez, y manos huesudas que dejaban ver
gruesas venas a través de la piel; el vaivén de su marcha hacía
que la sotana se abriera, dejando entrever bajo ella una bruñida
armadura
plateada, como si hubiera sido recientemente cromada. Pese
a su aparente vejez, el guerrero se veía bastante alto y macizo,
producto en parte de la recta postura de su espalda, y su vista fija
en un horizonte imaginario, más allá de la vorágine que atravesaba
a pie; en un mundo de gente agachada acostumbrada a mirar el suelo,
su postura marcaba la diferencia.
De
su mano derecha colgaba una espada de hoja plana, sin filo, cuya hoja
medía cerca de un metro, con un ancho cubremano y empuñadura
cilíndrica de madera, y cuya punta arrastraba por el pavimento
haciendo un ruido molesto y sacando chispas a su paso, las que en más
de una ocasión fueron suficientes como para encender el combustible
regado por el cemento de algún vehículo abandonado, causando el
consecuente incendio del móvil, o hasta la explosión, si es que en
el estanque quedaba la cantidad adecuada de bencina o diesel.
El
guerrero, luego de casi una hora de lento caminar, llegó a su
destino: la
única mezquita de la ciudad, la cual ya había visitado horas atrás,
y en cuya sala de oración se encontraba el cadáver decapitado del
obispo Manuel Cárdenas, el
cual era custodiado por el imán del lugar, quien tenía en sus manos
un cuchillo recto de doble filo, con una estrella de seis puntas,
repujada sobre la hoja por ambos lados. El imán se quedó inmóvil
mientras el viejo guerrero se acercó al cadáver del sacerdote;
luego de hacer un lado la cabeza del obispo, el anciano levantó su
mano izquierda y con furia clavó el arma musulmana en el pecho del
sacerdote católico, para luego reacomodar su cabeza y deja en su
lugar el solideo. El guerrero giró hacia el imán y dijo:
–Mi
parte del trato.
El
imán se acercó a ver la empuñadura sin tocarla, y luego de
cerciorarse de estar frente al arma correcta, extendió el cuchillo
con la estrella judía al viejo, diciendo:
–Mi
parte del trato.
El
guerrero miró con desdén el cuchillo y al imán, y sin decir nada
salió por la puerta de la mezquita, esperando no tener que pasar por
el mismo problema que en la iglesia católica, y que el imán se
encargara de cumplir su deber, de ser necesario. El viejo siguió su
marcha en medio de la convulsionada ciudad, sobre la cual se
empezaría a desplegar el manto de la noche en poco rato más; pese a
ello, el guerrero siguió su inalterable marcha con rumbo desconocido
pero previsible.
IV
El
crepúsculo se adueñó de la sangrienta tarde en la ciudad, en donde
las escaramuzas se seguían sucediendo sin tregua. Soldados
seleccionados de las tres religiones descendientes de Abraham
luchaban con violencia inusitada por apoderarse del sitio más hereje
del planeta en ese entonces. Todo había empezado un mes atrás, con
el secuestro del obispo católico Manuel Cárdenas desde las oficinas
del arzobispado, lo que generó gran revuelo periodístico y la queja
formal del Vaticano. A la semana siguiente el imán de la mezquita,
Víctor Al-Hayek, también fue secuestrado desde las oficinas de
administración de su mezquita, lo que llevó a condenas y amenazas
por parte de grupos radicales islámicos alrededor del mundo. Pero la
gota que rebalsó el vaso fue el secuestro desde la Embajada de
Israel del rabino Moshe Gottlieb, pues el gobierno israelita, a modo
de prevención, ordenó a todos los rabinos que se refugiaran en las
embajadas alrededor del planeta: el hecho de pasar por sobre las
tropas de elite destacadas en el lugar sin dejar huellas llevó a
Israel a querer invadir la ciudad, lo que generó la inmediata
respuesta de las otras religiones involucradas, derivando en una
extraña decisión, a decir lo menos salomónica. Cada religión
escogió un grupo de soldados, los que se encargarían de luchar por
el dominio del lugar, y así poder decidir quién tendría el derecho
de hacer un ataque de grandes proporciones al país que había
secuestrado a sus líderes religiosos. A esta extraña guerra
controlada se sumaban los soldados del país en cuestión, encargados
de defender la soberanía de su tierra natal, pero que dadas las
condiciones del conflicto se encontraban en desventaja frente a los
comandos de la Mosad, las tropas de elite de la Guardia Suiza, y los
boinas negras de la Liga Árabe, sin contar el bloqueo económico y
armamentístico decretado por el Consejo de Seguridad de las Naciones
Unidas, lo que los tenía convertidos en un verdadero campo de
batalla de esa cruzada moderna.
El
viejo guerrero caminaba por la oscura ciudad, iluminada por los
fogonazos de los disparos y por una que otra bengala que intentaba
enceguecer a los soldados que usaban visores nocturnos para
desplazarse por entre las edificaciones. Si bien es cierto la
cantidad de escaramuzas había disminuido, la violencia e intensidad
de los combates cuando se sucedían era igual que los acaecidos a la
luz del día. A esa hora su presencia era más notoria, pues las
chispas producidas por la fricción de su espada contra el pavimento
lo hacían visible a decenas de metros de distancia. Además, sus
monólogos con el cielo a viva voz llamaban la atención de todos
quienes lo veían, pese a no entender lo que vociferaba.
–Malditos...
malditos tarados... todos se hacen llamar pueblo de dios, todos dicen
luchar en el nombre de dios, todos matan en el nombre de dios...
¿acaso Tú les diste esa prerrogativa, que siempre ha estado
reservada para Tus creaturas bien amadas? No sé cómo degeneraron en
esto... de hecho ni siquiera sé si alguna vez entendieron el
mensaje; ¿para qué les enviaste profetas si no son capaces de
entender Tus mensajes portados por ellos?– gritaba mirando al cielo
el anciano mientras seguía su marcha, ahora casi rabiosa, llegando a
patear lo que estuviera al alcance de sus pies –. ¿Entenderán por
ventura el mensaje que les estás dejando, o deberás enviar un nuevo
profeta tras de mi para que logren entender el sentido de Tu obra?
A
medida que sus pasos se acercaban a la sinagoga, último destino de
su ruidosa marcha, la cantidad de escaramuzas disminuía y el número
de soldados israelitas aumentaba notoriamente. Junto con ellos,
varios vehículos blindados y estructuras de concreto hacían las
veces de barricadas para impedir el libre acceso de vehículos y
personas al templo sagrado de su fe. Pero nada de ello parecía
importar al anciano guerrero, que ni siquiera disminuyó la cadencia
de sus pasos o intentó pensar en algún modo de pasar desapercibido
por el lugar. En cuanto su presencia fue notada por el vigía del
grupo, varios tiradores seleccionados apuntaron al hombre, en espera
de la señal de su oficial, la que nunca llegó, pues una conveniente
bala atravesó su radio transmisor y se alojó en la pared delantera
de la sinagoga, sobre la cual estaba apoyado el ahora cadáver del
soldado. De inmediato el segundo hombre al mando se hizo cargo de la
situación, ordenando a los tiradores que asesinaran al guerrero:
luego de repetir tres veces la orden y no obtener el resultado
esperado ni respuesta de sus hombres, entendió que tal como su
oficial habían muerto, y que la situación era tanto o más compleja
que lo que sus superiores habían intuido. En esos instantes el
guerrero estaba llegando a las barricadas desplegadas por su gente, y
una serie de gritos ahogados de dolor luego de los disparos le dieron
a entender que su gente estaba perdiendo la batalla. Después de
cerciorarse por radio que la emboscada dentro de la sinagoga estaba
lista y en espera de ser ejecutada, pasó bala en su ametralladora y
se dirigió contra el guerrero, para terminar siendo uno más de los
sorprendidos con su velocidad para evitar balas, y para degollar o
decapitar con un solo e invisible movimiento.
El
viejo guerrero llegó a las puertas de la sinagoga, las que abrió de
un golpe para
entrar
al
lugar, y dirigirse de inmediato y con la misma parsimonia de siempre
a los recovecos donde estaban parapetados los militares, para acabar
rápidamente con sus vidas y continuar con su trabajo. Luego de
terminar con todos ellos se acercó a él un rabino que estaba oculto
tras unas sillas mientras la lucha se llevaba a cabo. El hombre no se
alcanzó a dar cuenta cuando el guerrero lo decapitó de un solo
golpe de la espada, para de inmediato y con el mismo impulso cambiar
el movimiento de su arma y cortar la mano que asía el detonador del
chaleco de explosivos que llevaba el hombre, con una carga suficiente
como para volar media cuadra a su alrededor. El guerrero escudriñó
el lugar, hasta que de pronto vio aparecer a otro rabino, que lo
miraba con ojos de terror.
–Mi
parte del trato–dijo el guerrero, mostrando al rabino el cuchillo
con la estrella de seis puntas grabada en su hoja. Al verla, el
rabino se acercó a un montón de sillas arrumbadas que tenía, desde
donde arrastró el cuerpo decapitado del imán Víctor Al-Hayek,
colocándolo al centro de la sala y frente al lugar donde se guarda
la Torá.
–Mi
parte del trato– dijo el rabino, mientras el guerrero desplazaba la
cabeza del imán para clavar con violencia en su pecho el cuchillo
con la estrella de seis puntas grabada en su hoja, luego de lo cual
la reposicionó en el tórax, por debajo de la hoja.
–Fue
difícil mantener oculto el cuerpo, la gente de la Mosad quería...–
dijo el rabino, quedando en silencio al ver que el guerrero, una vez
terminada su labor, siguió su cancino caminar sin parecer escuchar
lo que le intentó contar. Para el guerrero lo único importante era
terminar luego con todo, ya estaba asqueado de la situación y debía
apurarse si es que no quería perder el control y hacer algo que no
estuviera presupuestado.
El
viejo guerrero salió de la sinagoga, y sin preocuparse de la
oscuridad reinante y del entorno que lo rodeaba, siguió su cancino
caminar hacia el punto equidistante de los tres templos para terminar
la ceremonia, sin dejar de arrastrar su pesada y mortífera espada.
V
–Malditos,
malditos todos, es el colmo tener que hacer el trabajo por ellos
cuando ni siquiera merecen salvarse... ¿fue éste siempre acaso Tu
plan?– preguntó al cielo el vetusto guerrero mientras seguí
caminando hacia su destino –. No podías simplemente hacer Tu
voluntad como siempre debe ser, no, tenías que urdir un plan
complejo que comprometiera a los humanos... y a mi. Al menos la tarea
fue simple y no hubo más problemas que los esperables... pero por
favor, si en dos o tres eones más decides hacerlo de nuevo, piensa
en otro– terminó de decir el guerrero, mientras guiaba su vista
hacia su destino, a pocos metros de distancia. En ese instante una
mueca de mayor disgusto que la normal inundó su rostro. –Malditos
humanos...
En
el bandejón central de la avenida principal había un enorme grupo
de militares, ocultos tras grandes barreras de concreto y de una
línea de blindados, que apuntaban sus armas hacia todos lados. El
servicio de inteligencia del país invadido se comunicó con sus
símiles cuando lograron descubrir el patrón de los asesinatos: un
líder religioso de cada comunidad decapitado y dejado en medio del
templo de otra de las religiones, con un arma que representaba al
credo del templo de origen y que se habían extraviado siglos atrás,
sin causa aparente. Los servicios de espionaje de los cuatro
ejércitos comprometidos se reunieron en secreto y estimaron los
posibles siguientes objetivos del extraño asesino, dentro de los
cuales el más probable era el punto equidistante entre los tres
templos, por lo que se decidió custodiar el lugar para detener al
mercenario y obtener las respuestas que los gobiernos demandaban.
Mientras se terminaban de desplegar las últimas baterías de
artillería tierra tierra, uno de los vigías avisó al comando que a
lo lejos se veía en el visor infrarrojo la señal de las chispas
sacadas por el acero al arrastrarse por el concreto; extrañamente,
la imagen del guerrero no aparecía al visor térmico pero sí a ojo
desnudo.
–Atención,
el consejo de generales del comando conjunto le ordena rendirse
incondicionalmente– rezaba el mensaje que se escuchaba por medio de
grandes bocinas instaladas en varios puntos de la barricada –. Se
le ordena soltar su espada, arrodillarse con las manos en alto y no
oponer resistencia al arresto del que será objeto. Si no obedece,
nuestras fuerzas tienen las órdenes de reducirlo a cualquier costo.
–¿Así
me tratan tus hijos, a mi, quien ha luchado en Tu santo Nombre por
defenderlos de merecidos exterminios? ¿Dejarás acaso que me
humillen como al Unigénito, o respetarás el trato que hicimos? –
clamó casi con rabia el viejo guerrero, con su vista clavada en el
cielo pero sin dejar de caminar arrastrando su arma. Luego de algunos
segundos de silencio, el viejo agachó la cabeza y dijo en voz
audible para todos –. Que se haga entonces Tu voluntad y ninguna
otra, tal y como Tú lo dictaste.
El
viejo guerrero detuvo su marcha y soltó su espada. En el instante en
que un grupo de veinte comandos se acercaron para alejar el arma del
hombre e iniciar su reducción, el guerrero se sacó la especie de
sotana que vestía, quedando a la vista la maravillosa armadura
plateada que lo cubría por completo, dejando sólo descubiertas sus
viejas y huesudas manos. Para sorpresa de los soldados el viejo luego
se agachó y recogió su espada, para en el instante abalanzarse con
la misma velocidad con que esquivó las balas sobre los hombres,
acabando con sus cuerpos decapitados o partidos en dos en un
parpadeo. De pronto un inmenso golpe impactó con violencia las
barreras de concreto haciéndolas añicos, para luego seguir con los
vehículos blindados, que parecían de mantequilla al paso de la
espada a través de ellos. En menos de cinco segundos todos los
hombres que estaban apostados en torno al punto equidistante de los
tres templos habían perdido sus vidas en una batalla que no
alcanzaron a luchar.
El
guerrero se ubicó sobre el punto exacto en que los tres templos
quedaban a la misma distancia. A vista y paciencia de los pocos
habitantes de la ciudad que no habían sido evacuados, y de los
soldados de tropa regular que siempre estuvieron por fuera de la
barricada, el viejo hombre levantó la espada, y luego de apuntarla
hacia el cielo, la clavó en el lugar dando paso a un enorme
terremoto que limpió todo el terreno a su alrededor, y solevantó el
lugar donde se encontraba a varios metros por sobre la superficie del
terreno. Acto seguido una atronadora voz que provenía de boca del
guerrero inundó a toda la ciudad, y se desparramó por la superficie
del planeta Tierra.
–He
aquí que os digo, hijos de Dios, que vuestro Padre decidió daros la
última oportunidad de salvación. Ya que habéis tergiversado y
desconocido el sacrificio del Unigénito por vuestras almas, el Padre
ordenó un sacrificio, el último sacrificio, para redimir el alma de
la Tierra y de todas las almas de quienes moran en ella. He aquí que
tres hombres consagrados a las tres religiones que usaron,
tergiversaron o desconocieron Su palabra y el sacrificio del
Unigénito, se ofrecieron para morir en nombre del Padre y de
ustedes, para que tuvieran una última posibilidad de seguir el
camino de vuelta a Su seno. He aquí que sus cuerpos consagrados
fueron depositados en los altares de los otros credos, para que
entendáis de una vez por todas que nadie habla por el Padre, sino el
Padre, sus profetas y sus ángeles. Sus religiones no existen,
ninguna representa la Voz entre las voces, sino las de quienes las
administran y lucran de Su santísimo nombre. Si no obedecéis esta
que es Su palabra sagrada, Él me hará volver con mis huestes sobre
ustedes, y en ese momento habrá llegado el momento del Juicio Final.
No desoigáis la advertencia del Padre, en voz de su humilde y
obediente enviado –. Luego de terminar de revelar su misión, el
guerrero miró al cielo y dijo con voz natural: –Se hizo Tu
voluntad y ninguna otra, tal y como Tú lo dictaste.
En
esos momentos un nuevo temblor sacudió la tierra, esta vez al
planeta entero: en esos momentos la armadura del guerrero empezó a
crujir, estallando en mil pedazos a la espalda del viejo Arcángel
Miguel, para que pudiera desplegar sus alas e iniciar el retorno a su
morada, en espera de la comprensión y obediencia de los seres
humanos de la revelación del Padre, para no tener que volver por
última vez.