Las manecillas del viejo reloj de péndulo parecían
avanzar cada vez más lento para Ernesto. Había instantes en que hubiera podido
jurar que las manecillas se estancaban, o inclusive retrocedían, mas luego se
daba cuenta que todo era producto de su imaginación, o más bien, de su
ansiedad. La sala de estar y biblioteca de la vieja mansión de su abuela era un
lugar de temer, digna de cualquier película de terror de la primera mitad del
siglo veinte: techo altísimo, elevado casi a cuatro metros de altura, paredes
oscuras y mal tenidas, ocultas tras libreros enormes que tapizaban los muros
casi a todo lo alto y dejando a lo ancho el espacio justo para los
interruptores del alumbrado y la apertura de las puertas; una gran chimenea al
medio de la pared del fondo, cuyos ladrillos se veían cubiertos parcialmente de
hollín, y una pequeña ventana ubicada en el techo del lugar en forma de
tragaluz, le daban al lugar un aire desagradable para un joven veinteañero como
Ernesto, quien no lograba conectarse a internet con su teléfono, pues las
paredes parecían conformar un búnker que bloqueaba las señales electromagnéticas,
y donde no había enchufes como para recargar su teléfono o su notebook, para al
menos haber jugado los juegos que tenía cargados en sus dispositivos. Así, estaba
obligado a estar aislado de la realidad por un capricho de su abuela, pero que
luego le traería frutos bastante generosos.
La anciana madre de su padre había muerto apenas un
mes atrás. Ernesto era el nieto rebelde y poco preocupado, que no tomaba en
cuenta a la vieja mujer, pues sentía que no debía haber vínculos entre una
generación que creció con radios, trenes, libros y disciplina, con otra que se
formaba a la par de los cada vez más vertiginosos avances tecnológicos, que no
necesitaba de libros mientras hubiera algún buscador de internet a mano, y que
había nacido con el derecho de ser libre, y de usar todo lo que sus antepasados
habían logrado sin rendirle cuentas a nadie. Luego del funeral de la anciana,
al que fue llevado a la fuerza por su padre, les informaron que la mujer había
dejado un testamento en que había considerado a todos sus familiares.
Nuevamente a la fuerza asistió a la ceremoniosa lectura del texto, a cargo de
un albacea que parecía estar listo para ir a acompañar al panteón a la difunta
mujer. Grande fue la sorpresa de Ernesto al escuchar en voz del vetusto hombre
su nombre en el testamento, y mayor fue la sorpresa de todos los familiares, al
escuchar que la abuela le había dejado su mansión al rebelde y frío joven, con
apenas una mínima condición: que pasara veinticuatro horas en la biblioteca, a
solas. El joven se reía a carcajadas al ver cómo al resto de la familia le
dejaron minucias, luego de años de preocupación y cuidados, y a él, que nunca
había tomado en cuenta a nada ni a nadie, le heredaban una mansión cuyo terreno
costaría millones para cualquier empresa constructora deseosa de erigir algún
edificio de departamentos. De todos modos, y pensando que su abuela podría
haberle dejado una trampa en el lugar, conseguiría una pistola para pasar la
jornada con seguridad en el lugar.
Las manecillas del viejo reloj de péndulo parecían
avanzar cada vez más lento para Ernesto. El joven estaba seguro de llevar horas
en el lugar, pero el maldito reloj de la anciana no avanzaba; lo más probable era
que el mecanismo del péndulo hubiera fallado, por lo que miró su reloj de
pulsera a ver qué hora tenía. Justo en ese instante apareció la imagen de su
abuela atravesando la puerta de entrada de la sala de estar.
—¿Abuela?—dijo sorprendido el joven— ¿No se supone
que habías muerto?
—Claro que morí, Ernesto—dijo una voz salida de la
imagen de la mujer.
—¿Qué, acaso me estás penando?—dijo el joven,
sacando la pistola que traía consigo.
—No, no te estoy penando, simplemente te vine a
hacer compañía—dijo la voz salida de la imagen de la mujer, mirando al piso. En
ese instante el alma de Ernesto vio con espanto su cuerpo botado en el suelo,
muerto a causa de una falla de su corazón, producto de la ansiedad al ver que
el tiempo no avanzaba tan rápido como él quería, para poder escapar de ese
horrible lugar que le traería la fortuna que creía merecer.
—¿Y por qué estás aquí, abuela?—preguntó el alma
de Ernesto a la imagen de la mujer.
—Porque necesitarás la compañía que me negaste en
el instante de mi muerte, durante los siglos que estés encerrado en este plano
intermedio como castigo a tu egoísmo y ambición.