Miseria por
doquier. Frío, escarcha, barro, pozas de profundidad desconocida, eran las
calles por las que transitaba día tras día Ernesto. Una vieja mediagua parchada
con cartones y plásticos era su hogar, que compartía con su pareja y tres
hijos. Obrero de la construcción, vivía en el campamento hacía ya cinco años,
pues lo que ganaba no le alcanzaba para mantener a su numerosa familia y tener
el ahorro que le pedían para postular a algún subsidio habitacional; mientras
la vida no diera algún vuelco, su futuro se veía como un callejón sin salida.
Ernesto caminaba
ese gélido día hacia el paradero a las seis de la mañana, esquivando las posas escarchadas para no resbalar, y así
evitar llegar mojado a su trabajo, al que recién arribaría dos horas después,
dada la distancia y el mal servicio de buses de su comuna; en algún instante
pensó en comprarse una bicicleta para ahorrarse el gasto en transporte, pero
las condiciones en que quedó un vecino suyo luego de oponer resistencia al robo
de la suya, y la pobreza en que quedó sumida la viuda de uno de sus compañeros
de trabajo luego de morir bajo las ruedas de un bus, lo hicieron recapacitar y
olvidar esa idea.
Ernesto estaba
esperando la micro; pese a haber llegado a la hora de siempre, no había nadie
en ese instante esperando junto a él, y no se veía por ningún lado la
locomoción. Era extraño, se suponía que a esa hora al menos debería haber cinco
o siete personas en el paradero, y ya tendrían que haber pasado un par de
buses. Por un momento pensó que se había equivocado, y que se había levantado a
trabajar un domingo; de inmediato revisó su reloj, el cual traía calendario, y
que le mostró que la fecha era la correcta, lunes. De pronto se fijó que las
manecillas se habían detenido, producto probablemente del agotamiento de la
pila, lo cual era una muy mala noticia: aún faltaban diez días para el pago, y
no le alcanzaba el dinero para poder comprarla de inmediato; de algún modo
debería arreglárselas, o pidiendo prestado, o buscando en sus cachureos por si
había un reloj en desuso que pudiera utilizar por mientras.
Ernesto se sentó
en el paradero. Según sus cálculos llevaba ya largos diez minutos esperando, y
no se veía nada de locomoción por ninguna parte; la única opción que le quedaba
era llamar a su empleador para avisarle del problema en que se encontraba, para
que no le descontaran por llegar atrasado. En ese instante recordó que el
teléfono celular tenía incorporada en su pantalla un reloj digital: cuando lo
vio, descubrió que el reloj del aparato tampoco avanzaba, o si lo hacía era a
una velocidad imperceptible para él. Cuando se le ocurrió por primera vez en el
día levantar la cabeza para ver hacia el cielo, y vio a un par de palomas
congeladas en vuelo, entendió que sus aparatos funcionaban con total
normalidad.
Ernesto caminaba
con lentitud y asombro por las calles de su ciudad. Su casi automática caminata
lo llevaba hacia su trabajo, para saber si lo que estaba pasando era sólo algo
que ocurría en el paradero o sucedía en todos lados, y para ver si había gente
en su trabajo o en las otras calles, que estuvieran viviendo lo que él vivía en
esos instantes. La ciudad parecía vacía, y salvo los animales de la fauna
urbana que estaban detenidos en el tiempo, congelados en algún instante de sus
existencias, no había seres humanos por ninguna parte. Luego de caminar por más
de media hora, o al menos lo que en el tiempo normal significaba eso, no
encontró personas a pie, en bicicletas, no vio locomoción colectiva ni
particular: parecía como si hubieran sacado a todos los habitantes de la ciudad
y la hubieran dejado exclusivamente para él.
Ernesto seguía su
solitaria marcha por aquellas calles que veía pasar todas las mañanas por la
ventana del bus, y que ahora empezaba a descubrir que existían debajo de la
maraña de vehículos y personas que normalmente las inundaban. De pronto y
frente a sus ojos un gorrión que estaba congelado en el aire a la altura de sus
ojos pareció empezar a moverse, primero imperceptiblemente, luego con cada vez
más velocidad; por precaución Ernesto se subió a la vereda: justo en ese
instante el tiempo volvió a la normalidad, apareciendo vehículos, personas, y
todo lo que había desaparecido esa extraña mañana. Convencido que se había
tratado de una especie de sueño vívido, o de haber estado como un sonámbulo por
algún rato, tomó el primer bus del recorrido que le servía para seguir el
camino a su trabajo. Una vez sentado en el bus, vio con tranquilidad que el
reloj había empezado a funcionar de nuevo, partiendo justo desde cuando se había
detenido. A los pocos minutos el sueño lo venció, y empezó a dormir la habitual
siesta de todos sus viajes matinales.
Un brusco golpe
despertó a Ernesto. De improviso se encontró de espaldas en el suelo, en medio
de la calle, nuevamente con el tiempo congelado. Cuando Ernesto revisó su
reloj, vio que había pasado una hora cronológica de tiempo normal, y ahora
estaba otra vez congelado en otro segundo, una hora después. Con temor Ernesto
empezó a avanzar y a tratar de calcular el tiempo. Sesenta minutos después el
tiempo empezó nuevamente a descongelarse, volviendo todo a la normalidad por
otra hora, luego de lo cual todo despareció por otra hora más, en que el tiempo
no avanzaba. Ernesto estaba prisionero del tiempo, y cada un hora el último
segundo habría de durar el mismo tiempo.
Ernesto no
entendía qué estaba pasando, ¿por qué el tiempo se comportaba de un modo tan
extraño, dejándolo encarcelado en un segundo de una hora, cada hora? ¿Por qué
la vida lo castigaba así, haciendo que sus días de pobre duraran el doble, y
sin poder hacer nada para evitarlo, ni tampoco poder usar esa hora para algo
productivo que lo sacara de su pobreza? Lo peor de todo es que sabía que no
podría contarle nada a nadie, pues de inmediato lo tildarían de loco, lo que le
traería más problemas que los que tenía en ese momento. Además, aparte de la
soledad y del dolor que significaba esa horrible realidad, también tenía varios
problemas prácticos: en su casa debía quedarse siempre en algún lugar
específico y recordar la posición en que se encontraba, para no despertar
sospechas en su familia, y en la calle, aparte de cuidarse de estar en la
vereda la mayor parte del tiempo para no ser atropellado, debía tratar de
apegarse a alguna muralla, pues al menos en dos ocasiones casi chocó de frente
con transeúntes que aparecieron frente a él justo cuando se acababa el segundo
de una hora. Si su vida hasta ese instante había sido dura, a partir de ese
momento se convertiría en una tortura.
Dos semanas
después, Ernesto caminaba raudo desde el paradero para llegar a su hogar, pues
faltaban menos de tres minutos para que diera la hora. Su acelerada caminata se
vio de pronto interrumpida por la intempestiva aparición de una joven que se
materializó de la nada frente a él, y a la cual derribó con el choque. La
muchacha se disculpó mirando al piso y se alejó rápidamente, para que su
secreto no fuera descubierto; Ernesto se quedó mirando a la muchacha, y vio con
dolor cómo otro hombre se materializaba en el paradero, generando gritos de
terror en dos mujeres que estaban en el lugar, y miradas de resignación en las
otras diez personas que esperaban el paso de la locomoción.