Martina miraba desde su mecedora a
través de la ventana el tranquilo paisaje que rodeaba su hogar. La vetusta
mujer esperaba con paciencia la llegada de su marido, con quien llevaba cerca
de sesenta años de una esplendorosa vida en común, sólo interrumpida
parcialmente por el accidente que la dejó condenada a no salir más de su hogar:
quince años antes una bala sin destino había caído en su antejardín,
atravesando su pierna y obligando a los cirujanos que la atendieron a
amputársela por sobre la rodilla, dada la gran destrucción provocada y el
inminente riesgo de una infección que amenazaba con invadirla por completo y hacerla
alejarse hasta la eternidad del amor de su vida. Así, desde esa fecha la mujer
aprendió a temerle a la humanidad, y a que es posible hacer una vida sin tener
contacto con el mundo exterior, gracias al incondicional amor de su compañero
de vida.
Joaquín había salido temprano en la
mañana a trabajar como de costumbre, dejando a Martina sola en la casa. Él
sabía que su mujer se podía desenvolver sin dificultad dentro del hogar gracias
a sus bastones, su prótesis, y sus ganas de seguir ganándole a la vida. Pese a
su edad, Joaquín debía seguir trabajando, pues las jubilaciones de ambos no
daban abasto para cubrir las necesidades de la pareja. Los gastos del hogar
generados por los requerimientos de su esposa eran muy elevados, y pese a que
ella intentaba no pedir nada que no fuera imprescindible, los efectos de la
bala sin destino eran simplemente inconmensurables.
Martina se había desocupado temprano de
los quehaceres del hogar, y se había sentado en su mecedora a mirar el paisaje,
mientras escuchaba un cedé con su música favorita. La mujer además tenía
disponibles muchas películas para ver, pero a esa hora quería mirar el maravilloso
lugar en que estaba ubicada su casa. La calle en que se encontraba tenía
árboles frondosos que le daban al entorno la sensación de estar viviendo en una
especie de túnel vegetal, tenía buena iluminación, y siempre paseaba gente con
sus hijos y mascotas…de pronto imaginó que tal vez uno de ellos fue quien
disparó al aire quince años atrás, desencadenando el cambio más radical de su
existencia. Era hora de ir a ver una película, y alejarse de la peligrosa
ventana.
Joaquín estaba algo asustado. Era la hora
de salida, la más temida para él desde que su esposa decidió no salir más al
mundo. Cada vez que oscurecía, el hombre temía que algo le pudiera pasar y no
pudiera volver más al hogar, dejando a su mujer en la indefensión total, y
atrapada en la lábil protección de la mentira que había diseñado para ella. El
disparo que la mujer había recibido quince años antes fue sólo uno de cientos
de miles que empezaron a caer sobre todas las ciudades del mundo, una vez que
la desestabilización de la economía mundial llevara a una suerte de guerrilla
civil mundial que minaba poco a poco la sociedad. De nada servían los esfuerzos
de los grandes conglomerados económicos por mantener la realidad funcionando,
pues pese a todo los relegados por fin se habían cansado de los abusos y estaba
luchando por tomar lo que creían merecer, sin fijarse en los inocentes que
murieran en el intento. Joaquín usó una parte importante del dinero destinado a
su jubilación para comprar una pantalla con forma de domo que cubriera su casa,
y sobre la cual una decena de proyectores holográficos dejaban ver una idílica
ciudad que había dejado de ser tal diez años atrás. Por fuera del domo el
hombre tenía una suerte de búnker, que aislaba ambos mundos y que le permitía
salir a trabajar con la seguridad que su esposa jamás sabría lo que pasaba en
la realidad. Además, el hombre aprovechó los temores de su mujer para eliminar
la radio y la televisión, dejando sólo una enorme colección de música y
películas para entretenerla.
Esa tarde de invierno Joaquín se había
ido casi corriendo a la estación del tren subterráneo, pues hacía poco había
terminado un enfrentamiento entre militares y una banda de anarquistas, lo que
había dejado a todos con los ánimos caldeados. Al menos en los andenes la
situación era un poco más tranquila, pues era bien sabido que los anarquistas
usaban los túneles para desplazarse de noche. Cuando se detuvo el tren,
empezaron a bajar algunos de los pasajeros; de pronto uno de ellos sacó una
ametralladora, disparando a diestra y siniestra a quienes esperaban a subir y a
los que habían bajado antes que él. Dos tiros atravesaron el pecho de Joaquín,
apagando de a poco su existencia mientras recordaba con dolor al amor de su
vida, sin saber el destino que la vida le deparaba.
Martina miraba desde su mecedora a
través de la ventana el tranquilo paisaje que rodeaba su hogar. Ya era de
noche, y Joaquín no había vuelto, dejándola con más temores que aquellos que la
habían confinado a su hogar. A medida que las horas pasaban la mujer se
desesperaba más y más, mientras veía por la ventana un cielo estrellado y casi
a nadie circulando por la iluminada calle. El temor a perder al amor de su vida
y la desesperación al ver la calle vacía y el cielo estrellado pese a su
angustia, la llevaron a tomar la decisión más importante de los últimos quince
años de su vida: Martina se paró de su mecedora, se afirmó en su bastón, se
arregló un poco el pelo, y se dirigió a la puerta para salir en busca de su
amado esposo y compañero de vida.