La vetusta iglesia abandonada esperaba en silencio
a ser demolida en cualquier momento. El servicio de vialidad había pasado por
encima del viejo barrio, poniendo en un papel el ensanche de una avenida, lo
que trajo consigo la expropiación de decenas de cuadras de un sector
característico de la ciudad, para dar espacio a más atochamientos, bocinazos,
choques por alcance, retrasos, enojos, y todo aquello a lo que sutilmente
llamamos el precio de la modernidad. Pese a que todos sabían que el objetivo
final de ese ensanche no era otro que alimentar de consumidores un nuevo mall,
nadie tuvo el valor de objetar el proyecto a tiempo.
El párroco de la iglesia decidió recorrer por
última vez la edificación en la había ejercido su ministerio los últimos diez
años. Con rabia había recibido la decisión de las autoridades, y con dolor la
orden del arzobispado de sacar todos los objetos sagrados antes de la
demolición, para trasladarse a su nueva parroquia. El sacerdote sabía que ya no
quedaba nada para él en ese cascarón de cemento, pero sintió la necesidad de
visitarlo antes que terminara aplastado por la maquinaria pesada; así, con la
excusa de asegurarse de no haber dejado nada olvidado, pudo entrar al lugar.
El sacerdote avanzó con lentitud por una de las
alas laterales de la construcción; cuando se disponía a aproximarse al altar,
escuchó una voz susurrando una letanía cerca de él. Con asombro vio que en
medio del ala central había un anciano botado en el suelo de cara a las
baldosas, con los brazos abiertos en cruz, rezando en voz baja un padrenuestro
tras otro.
—Hijo mío, ¿qué haces acá?—preguntó el sacerdote,
a distancia prudente del hombre.
—Rezo padre, rezo—dijo con voz apagada para luego
seguir rezando.
—Hijo, esta iglesia ya no tiene sus objetos sagrados,
será demolida pronto.
—Con mayor razón aún hay que rezar,
padre—respondió el hombre.
—Hijo, yo sé que te apena la demolición de la
iglesia, pero ya está todo decidido, no podemos hacer nada.
—Por eso seguiré rezando padre—dijo el hombre,
para luego voltear la cabeza hacia el sacerdote—. Padre, ¿rezaría conmigo?
—Bueno hijo, rezaré un padrenuestro contigo, pero
luego nos iremos—dijo el sacerdote.
—No padre, yo no me iré.
—Recemos entonces, y luego hablamos—dijo el
sacerdote, para luego rezar en voz baja un padrenuestro, al ritmo del susurro
del hombre.
—Gracias padre, gracias por acompañarme en
oración—dijo el hombre agradecido, para luego voltear de nuevo su cara hacia
las baldosas.
—Hijo, es hora de irnos—dijo el sacerdote,
incorporándose.
—Adiós padre.
—Hijo, no te puedes quedar aquí, la gente de la
constructora vendrá en cualquier momento a empezar a demoler, y no creo que
sean tan condescendientes contigo.
—Padre, mi familia ha vivido en pecado, si estoy
aquí es para paliar en parte el daño que hicieron—dijo el viejo, para luego
agregar—. Necesito confesarme, padre.
—Hijo… está bien, haré una excepción. Cuéntame,
¿cuándo fue la última vez que te confesaste?
—Nunca me he confesado padre—dijo el anciano—. De
hecho nunca fui bautizado.
—Entonces es imposible que te confiese hijo. Si no
estás bautizado, a los ojos de dios no eres miembro de la iglesia católica—dijo
el sacerdote, poniéndose de pie.
—Padre, mi familia es de pecadores—dijo el hombre
sin despegar la cara del suelo—. Mi madre se dedicaba a la magia negra, y nunca
supe quién fue mi padre, al parecer fui concebido en una de las muchas orgías
en que participan los adoradores del demonio.
—Hijo, si quieres que te ayude primero debo
bautizarte—dijo el sacerdote, tratando de idear algo para sacar al anciano
medio loco de ese lugar—. Pero acá no tengo agua bendita. Ven, vamos a mi nueva
parroquia, ahí te bautizaré hoy mismo, y podremos conversar con calma.
—Mi madre quiso consagrar mi existencia al
demonio, padre—prosiguió el hombre, como si no hubiera escuchado al sacerdote—.
Pero yo me negué, y empecé a leer la biblia y todos los textos de magia blanca
que encontré. Mi madre se desesperó y me tatuó una imagen blasfema en el pecho,
para que no me pudiera liberar de las garras de los íncubos.
—Hijo, ahí viene la gente de la constructora,
debemos irnos—dijo el sacerdote, mientras entraban por la puerta principal
varios trabajadores con casco, precedidos por un hombre bien vestido, ataviado
con el mismo implemento de seguridad.
—Lo que mi madre no sabía es que yo logré
encontrar cómo cambiar el sentido de la imagen blasfema, tatuando otra sobre
ella—dijo el hombre, mientras era rodeado por los trabajadores que lo miraban
con curiosidad.
—Oiga padre, tenemos que empezar a demoler—dijo el
encargado de los obreros—. Cuando me pidió permiso para entrar no me dijo nada
de esto—agregó, apuntando al anciano.
—Por eso es que yo doné este terreno a la iglesia
después que mi madre falleciera, para purgar en parte los infinitos pecados de
mi familia—dijo el anciano—. Padre, ayúdeme, debemos rezar, no pueden demoler
la iglesia, si lo hacen, no sé qué pasará.
—Este hombre necesita ayuda psiquiátrica, tiene
una suerte de delirio religioso—dijo el sacerdote, mirando al capataz—. Si me
ayudan a levantarlo y a sacarlo de aquí, lo podré llevar a un servicio de
urgencias para que lo internen.
—¿Y si el viejo nos acusa con los pacos
después?—dijo uno de los obreros.
—Yo intercederé por ustedes y por él ante
carabineros, no se preocupe—dijo el sacerdote.
—Está bien—dijo el capataz, para luego dirigirse a
los trabajadores—. Ya, parémoslo con suavidad para que el padre se lo lleve a
la posta.
—Por favor, no lo hagan, la iglesia está acá para
protegernos—dijo el anciano, mientras era levantado sin dificultad por los
hombres.
—La construcción ya no está consagrada hijo, no
está la presencia de dios en este instante—respondió el sacerdote.
—Por favor, no me paren… el tatuaje… por favor…
Cuando lo terminaron de enderezar, el sacerdote y
los trabajadores miraron con espanto el pecho del hombre, el cual estaba
descubierto, dejando ver una horrible imagen de una estrella invertida de cinco
puntas con el diseño de un carnero acomodado dentro de la figura. Sobre él, la
imagen de un ángel armado con una espada, parecía bloquear los ojos y los
cuernos del carnero.
—¿Qué hace una imagen del arcángel Gabriel sobre
esa imagen satánica?—preguntó el sacerdote.
De pronto el piso de la iglesia se empezó a
levantar, justo debajo de donde estaba el anciano. De entre las viejas baldosas
un esqueleto con trozos de ropa de mujer empezó a incorporarse, asesinando con
la mirada a los obreros, al capataz y al sacerdote, para luego dirigirse al
anciano, quien lloraba desconsolado arrodillado en el suelo.
—¿Me echaste de menos, hijo mío?