Martina caminaba con los ojos cerrados por el
medio de la avenida. Ella sabía que si caminaba con los ojos cerrados, sería
invisible para quienes la rodearan.
Martina era una muchacha intranquila. Desde
pequeña sus profesores en el colegio habían presionado a sus padres para que la
llevaran a algún médico que le recetara pastillas para su intranquilidad; pero
tanto sus padres como ella sabían que no existían pastillas para dejar de
jugar, de ser curiosa, desordenada, de andar despeinada y con las rodillas con
costras, de imaginar cosas que la divirtieran sin dañarla: no existen las
pastillas para dejar de ser niña.
Martina escuchaba los automóviles pasando cerca de
ella a alta velocidad, pese a lo cual no podía abrir los ojos, pues de
inmediato se haría visible y perdería el juego, ese que había inventado cuando
descubrió que cerrando los ojos era invisible. Cuando Martina tenía seis años
estaba jugando en el patio de la escuela con sus amigas, y de pronto decidió
cerrar sus ojos para dedicarse a escuchar todos los ruidos del patio; cuando
los abrió, descubrió a sus amigas y los profesores buscándola asustados, y vio
cómo una de las tías del aseo casi se desmayó al verla aparecer en el aire. Desde
ese día, de vez en cuando hacía la misma broma, con la precaución de encerrarse
en una sala para no asustar a nadie al aparecer.
Martina sentía cómo el viento desplazado por los
autos levantaban su pelo y su falda, pero no estaba dispuesta a abrir los ojos:
no quería perder el juego, ni menos aún volver a ver la realidad, al menos no
en ese instante. La vida no se estaba portando bien con ella, así que prefería
no ser visible para que nadie la molestara ni molestar a nadie. Su familia la
había traicionado, sus amigas le habían dado la espalda, y el hombre al que
amaba estaba en contra suya. De un día para otro la curiosidad, el desorden, la
imaginación y los juegos dejaron de ser tolerables y entretenidos, y pasaron a
ser una traba para la nueva vida que estaba empezando a vivir: ya no era una
niña, era una adolescente, y debía comportarse como tal. Así, día tras día
pasaba cada vez más tiempo invisible, para que sus padres no pudieran darle sus
pastillas, para no ver a sus amigas que ya no le hablaban, y para no ver cómo
su primer pololo se ponía del lado de sus padres, para obligarla a dejar de ser
niña.
Martina se dio cuenta que el juego había
terminado. Pese a estar con los ojos cerrados la gente era capaz de verla, pues
escuchaba a sus padres y a su pololo a corta distancia hablarle directamente. Al
parecer el mundo tenía razón, había dejado de ser niña, y con ello había
perdido su maravilloso don: el de jugar a ser invisible, y creerlo con tanta
fuerza como para ser capaz de convencer a todos que era verdad. Con tristeza
abrió los ojos, muriendo atropellada instantáneamente al materializarse frente
a un camión en medio de la carretera. Sólo un par de minutos después, sus
padres y su pololo encontraron su cadáver triturado a ciento cincuenta metros
de donde se escuchó el intempestivo impacto.