Si entras a este blog es bajo tu absoluta responsabilidad. Nadie asegura que salgas vivo... o entero. Si imaginaste que aquellas pesadillas interminables que sufrí­as de niño cuando te daba fiebre eran horrorosas, prepárate para conocer una nueva dimensión de la palabra HORROR...

miércoles, noviembre 13, 2013

Capataz



El capataz miró con cara de cansancio su siguiente faena. Su labor se había convertido, con el paso de los años y la aparición de la moda de los grupos ambientalistas y ecologistas, en una tarea desagradable y hasta peligrosa. La empresa para la que trabajaba hacía trabajos de deforestación, tala de árboles y paisajismo mayor, por lo que en muchos de los sitios en los cuales eran contratados, debían lidiar contra personas o instituciones que habían tomado como bandera de lucha la defensa del medio ambiente. Así, dentro de las herramientas de trabajo ahora también debían llevar una gran tenaza de acero conocida coloquialmente como napoleón, para poder cortas eslabones de cadenas y liberar a quienes ataban sus cuerpos a gigantes de siglos o milenios, que debían desaparecer por la fuerza de los contratos a los que estaban sujetos. De vez en cuando los manifestantes los agredían, y en esos casos debían esperar a que la fuerza pública los dispersara o arrestara para poder trabajar en paz.

Esa mañana el camión en que se desplazaban llegó a un gran terreno a las afueras de la ciudad, en que se construiría un gran centro comercial, dando el vamos a un proceso de ampliación urbana, que incluiría varios condominios, acceso a la carretera, y hasta la posibilidad de ser considerados dentro de la red del tren subterráneo. Ya que el terreno estaba en una zona agrícola casi histórica, era de esperar que al menos los lugareños y un par de organizaciones ecologistas les dieran problemas.

Cuando se detuvo el camión y bajaron, el capataz se encontró con uno de los escenarios que más le desagradaba: en vez de grupos de gente joven organizada con carteles y cámaras, o de trabajadores agrícolas con sus herramientas en ristre listos a defender sus tierras por las malas, había un grupo de diez ancianos vestidos con tenidas indígenas parados en frente de un vetusto árbol. El enfrentarse a gente violenta, dispersa en grandes superficies de terreno, les permitía en general poder entrar por sitios alternativos al lugar de trabajo, o llamar de inmediato a la policía para que los ayudaran. Pero cuando había grupos indígenas, que a veces protegían un árbol, una piedra, o un pedazo específico de tierra por su valor ritual, la cosa era más complicada por la resistencia pasiva de los ancianos, o porque simplemente no encontraba la lógica para entender las ideas de los viejos, o para explicar los motivos de su faena. Así, la jornada se veía al menos desagradable.

El capataz se acercó a hablar con quien parecía el líder del grupo, el anciano de más edad y con la vestimenta más parafernálica de todos: al parecer el hombre le había hablado al árbol, pues el anciano y sus viejos acompañantes parecieron no haberlo escuchado, generando carcajadas en sus colegas. Luego de dos o tres intentos, en que ninguno de los ancianos lo tomó en cuenta, y en que los obreros a su cargo parecían reír con más fuerza, el capataz volvió al camión para llamar a la policía. Mientras lograba comunicarse con la comisaría, vio que uno de sus empleados sacó del camión una motosierra, la encendió, y se dirigió directamente a los ancianos. El capataz botó el teléfono, tomó el napoleón, y antes que el trabajador destrozara a los pobres viejos, golpeó con fuerza la hoja de la herramienta motorizada, rompiéndola y de rebote golpeando al trabajador, quien soltó el artefacto y se lanzó con violencia sobre su jefe, aturdiéndolo a golpes.

Media hora más tarde el capataz despertó con la nariz ensangrentada, y atado de manos al frente. Junto con sus empleados, cuatro policías lo rodeaban, mientras dos personas con vestimentas de colores llamativos parecían limpiar sus heridas. Cuando por fin pudo entrar en razón, vio que estaba siendo atendido por dos paramédicos, que estaba amarrado a la camilla y con las muñecas esposadas al frente, para ser trasladado a un hospital y luego ser formalizado por agredir a su empleado. En vano fueron sus palabras, pues ni los policías ni los empleados vieron a ningún anciano en el terreno en que tenían que trabajar; de hecho, sus acompañantes declararon que el capataz le habló en tres ocasiones al árbol antes de irse al camión a buscar el napoleón. Sólo cuando fue subido a la ambulancia, y vio los fantasmas de los diez jefes de la tribu enterrados bajo el árbol, sonriendo, entendió que su jornada había sido más que productiva.

1 Comments:

Blogger LA LOCA DE LA CASA said...

Entretenido y sorpresivo. Me gustó. Gracias

10:16 p.m.  

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