El capataz miró con cara de cansancio su siguiente
faena. Su labor se había convertido, con el paso de los años y la aparición de
la moda de los grupos ambientalistas y ecologistas, en una tarea desagradable y
hasta peligrosa. La empresa para la que trabajaba hacía trabajos de
deforestación, tala de árboles y paisajismo mayor, por lo que en muchos de los
sitios en los cuales eran contratados, debían lidiar contra personas o
instituciones que habían tomado como bandera de lucha la defensa del medio ambiente.
Así, dentro de las herramientas de trabajo ahora también debían llevar una gran
tenaza de acero conocida coloquialmente como napoleón, para poder cortas
eslabones de cadenas y liberar a quienes ataban sus cuerpos a gigantes de
siglos o milenios, que debían desaparecer por la fuerza de los contratos a los
que estaban sujetos. De vez en cuando los manifestantes los agredían, y en esos
casos debían esperar a que la fuerza pública los dispersara o arrestara para
poder trabajar en paz.
Esa mañana el camión en que se desplazaban llegó a
un gran terreno a las afueras de la ciudad, en que se construiría un gran
centro comercial, dando el vamos a un proceso de ampliación urbana, que
incluiría varios condominios, acceso a la carretera, y hasta la posibilidad de
ser considerados dentro de la red del tren subterráneo. Ya que el terreno
estaba en una zona agrícola casi histórica, era de esperar que al menos los
lugareños y un par de organizaciones ecologistas les dieran problemas.
Cuando se detuvo el camión y bajaron, el capataz
se encontró con uno de los escenarios que más le desagradaba: en vez de grupos
de gente joven organizada con carteles y cámaras, o de trabajadores agrícolas
con sus herramientas en ristre listos a defender sus tierras por las malas, había
un grupo de diez ancianos vestidos con tenidas indígenas parados en frente de
un vetusto árbol. El enfrentarse a gente violenta, dispersa en grandes
superficies de terreno, les permitía en general poder entrar por sitios
alternativos al lugar de trabajo, o llamar de inmediato a la policía para que
los ayudaran. Pero cuando había grupos indígenas, que a veces protegían un
árbol, una piedra, o un pedazo específico de tierra por su valor ritual, la
cosa era más complicada por la resistencia pasiva de los ancianos, o porque
simplemente no encontraba la lógica para entender las ideas de los viejos, o
para explicar los motivos de su faena. Así, la jornada se veía al menos
desagradable.
El capataz se acercó a hablar con quien parecía el
líder del grupo, el anciano de más edad y con la vestimenta más parafernálica
de todos: al parecer el hombre le había hablado al árbol, pues el anciano y sus
viejos acompañantes parecieron no haberlo escuchado, generando carcajadas en
sus colegas. Luego de dos o tres intentos, en que ninguno de los ancianos lo
tomó en cuenta, y en que los obreros a su cargo parecían reír con más fuerza,
el capataz volvió al camión para llamar a la policía. Mientras lograba
comunicarse con la comisaría, vio que uno de sus empleados sacó del camión una
motosierra, la encendió, y se dirigió directamente a los ancianos. El capataz
botó el teléfono, tomó el napoleón, y antes que el trabajador destrozara a los
pobres viejos, golpeó con fuerza la hoja de la herramienta motorizada,
rompiéndola y de rebote golpeando al trabajador, quien soltó el artefacto y se
lanzó con violencia sobre su jefe, aturdiéndolo a golpes.
Media hora más tarde el capataz despertó con la
nariz ensangrentada, y atado de manos al frente. Junto con sus empleados,
cuatro policías lo rodeaban, mientras dos personas con vestimentas de colores
llamativos parecían limpiar sus heridas. Cuando por fin pudo entrar en razón,
vio que estaba siendo atendido por dos paramédicos, que estaba amarrado a la
camilla y con las muñecas esposadas al frente, para ser trasladado a un
hospital y luego ser formalizado por agredir a su empleado. En vano fueron sus
palabras, pues ni los policías ni los empleados vieron a ningún anciano en el
terreno en que tenían que trabajar; de hecho, sus acompañantes declararon que
el capataz le habló en tres ocasiones al árbol antes de irse al camión a buscar
el napoleón. Sólo cuando fue subido a la ambulancia, y vio los fantasmas de los
diez jefes de la tribu enterrados bajo el árbol, sonriendo, entendió que su
jornada había sido más que productiva.