Aquella oscura mañana, Esperanza no podía despertar. Pese a haberse
levantado, duchado, y ya estar tomando desayuno, su cerebro aún no era capaz de
conectarse con el día que estaba empezando. Esperanza miraba a su alrededor y
se sentía extraña, como fuera de tiempo y lugar, tratando de entender por qué
estaba desayunando para irse a trabajar, si hasta donde recordaba no tenía
trabajo, familia, ni vida. La mente de Esperanza no lograba engancharse con lo
que estaba sucediendo, y pese a seguir desayunando lo más rápido posible, para
ir a dejar luego la loza a la cocina para dejarla lavada antes de salir, no
tenía conciencia de hacia dónde saldría, ni para qué.
Un par de minutos más tarde Esperanza se encontraba cerrando la puerta
de su departamento, para luego dirigirse a la caja de escaleras y bajar a pie
los tres pisos que la separaban de la conserjería. Luego de saludar al conserje
por su nombre, a quien por lo demás no recordaba, salió de los límites de la
reja y sin pensarlo encaminó sus pasos hacia su derecha: luego de dos cuadras
se encontró de pie en un paradero, esperando alguna línea de locomoción
colectiva, que seguramente elegiría sin pensar ni saber, tal como todo lo que
había hecho durante esa extraña mañana.
Media hora más tarde, Esperanza había descendido del bus, caminado dos
cuadras sin saber hacia dónde, encontrándose a las puertas de un viejo y
lúgubre edificio, que sabía que era su lugar de trabajo, al que entró casi sin
pensar, saludando a diestra y siniestra a quienes sentía conocer pero no
recordaba, hasta llegar a un vetusto ascensor. En cuanto entró el anciano
ascensorista la saludó amablemente, y pulsó el botón del piso al que Esperanza
sabía que tenía que llegar, sin saber a qué. En cuanto bajó y se despidió del
anciano vio un largo pasillo con al menos veinte puertas: sin pensarlo se
dirigió decidida a una de ellas, entrando a un amplio despacho, aparentemente
segura de sí misma.
Esperanza se encontró en el despacho de una enorme oficina, en la cual
había una mesa que hacía las veces de recepción, y decenas de apretados
cubículos uno al lado del otro. En cuanto Esperanza entró, se hizo un silencio
absoluto en el lugar, y varias cabezas asomaron sobre las separaciones de los
cubículos, dirigiendo sus miradas hacia ella. De pronto un hombre de aspecto
ordenado pero de semblante hosco caminó hacia ella, la miró, y moviendo la
cabeza de lado a lado le dijo:
—Esperanza, ¿otra vez no viniste con tu hermana Recuerdos…?