Como cada noche de viernes, el viejo Alberto entraba al bar de
costumbre a beber lo de siempre. Luego de años de visitas al lugar, saludaba a
todo el personal por su nombre, y sin que nadie le preguntara, recibía su
destilado de siempre pues siempre bebía lo mismo. El hombre vivía una rutina
perfecta, de la que nunca se salía pues hasta ese instante no había sido
necesario.
Alberto estaba sentado en la pequeña mesa con una silla de costumbre,
para no molestar a nadie ni que nadie pudiera sentarse con él; pese al tiempo
que llevaba visitando el bar, no le gustaba compartir en la barra, ni que
alguien se sentara con él si es que no había sido expresamente invitado, cosa
que hacía años que no sucedía. Alberto había aprendido a vivir en esa soledad
acompañada, y no tenía intenciones de empezar a despertar sensaciones dormidas
en su pasado.
Alberto miraba a la gente pasar hacia el baño del pub. Le entretenía
ver como cada vez alguien preguntaba con cara de desesperación dónde quedaba,
para luego volver con cara de satisfacción y relajo a sus respectivas mesas.
Una pareja pasó frente a su mesa, tomados de la mano, en dirección a los baños;
luego de diez minutos sin verlos aparecer de vuelta, Alberto entendió que
debería esperar pacientemente para poder ir a hacer sus necesidades, si es que
no quería encontrarse con la pareja liberando sus pasiones donde no debían.
Media hora más tarde, los jóvenes no volvían aún a su mesa.
Extrañamente en esa media hora bastantes personas habían ido al baño, y no
todas habían vuelto; Alberto se preocupó, ubicó a su mesero de más confianza y
le comentó la situación, llevándolo de inmediato a ver qué ocurría en el lugar.
Media hora más tarde el mesero no había vuelto. Además, la luminosidad
del ambiente en el sector de los baños parecía haber cambiado, y Alberto no se
atrevía a preguntarle a alguien más qué había pasado, pues podía estar
ocurriendo algo grave, y no quería poner en riesgo la vida de quienes lo habían
acompañado a la distancia por largos años. El viejo tomó una gran bocarada de
whisky, se armó de valor y se dirigió al
sector de los baños; cuando llegó al lugar, se encontró con una escena
incomprensible.
Alberto se asomó a la mampara tras la cual estaban los baños. En el
lugar la mampara daba paso a una especie de desierto de arenas anaranjadas,
exageradamente iluminado por un sol amarillo, y que se extendía hasta donde la
vista era capaz de ver. El viejo Alberto retrocedió temeroso, buscando la
seguridad de su mesa y de la barra del bar; sin embargo, cuando empezó a buscar
con sus zapatos la madera que cubría el piso del lugar, se encontró pisando la
misma arena anaranjada que estaba ante sus ojos.
Alberto giró bruscamente hacia su mesa; en el lugar había un par de
piedras del mismo color de la arena, y toda la ciudad en que estaba el bar se
había convertido en el desierto que había visto unos minutos atrás en el baño.
Alberto con resignación revisó la pantalla de sistemas vitales en la muñeca
derecha de su traje espacial: la alucinación provocada por las drogas incluidas
en su régimen había cedido, y ahora debía volver a su trabajo, custodiando un
planeta inhabitado a solas, hasta que su jefatura decidiera que era el momento
adecuado de convertirlo en un lugar colonizable y habitable para sus
congéneres.