El francotirador apuntaba su rifle Barret al cuerpo del blanco
ordenado. A trescientos metros, el proyectil calibre .50 era mortal,
independiente de caer en la cabeza, el tórax, o el abdomen de su objetivo; sin
embargo, su experiencia lo llevaba a apuntar algo por sobre la cabeza de su
objetivo, para que la gravedad hiciera que el proyectil lanzado impactara en el
cuello, provocando una muerte instantánea y sorpresiva. Muchas veces su disparo
favorito terminaba decapitando al objetivo o destrozando la cabeza; sin
embargo, eso era mejor que disparar alto, destrozando el cráneo pero dejando el
centro vital de la base del cráneo intacto, lo que generaba un sufrimiento
innecesario, y si las circunstancias lo permitían, obligándolo a un segundo
disparo para acabar su misión.
De pronto varias campanadas interrumpieron el bullicio de la calle,
dando salida a una verdadera estampida de niñas y jóvenes que trataban de huir
luego del colegio de monjas en que pasaban la mayor parte del día, para poder
empezar sus trayectos a casa, y olvidarse del estricto régimen educacional y de
disciplina en que se encontraban inmersas por decisión de sus familias. No era
extraño además que dentro del grupo de estudiantes, algunas religiosas salieran
entremezcladas, si es que habían terminado sus labores docentes y necesitaban
irse más temprano que el resto de las profesoras. Justo en ese momento, la
tragedia se desató: un ruido seco, como el de un martillazo contra una muralla
se sintió en medio de las escolares, para dejar al descubierto una imagen
espantosa. El cuerpo de una religiosa se desplomaba bruscamente en las
escaleras de acceso al colegio, en medio de un reguero incontenible de sangre
que manaba a raudales del sitio en que segundos antes estuvo su cabeza, de la
que sólo quedaba una masa amorfa e irreconocible.
Los gritos destemplados de las niñas dieron paso a una avalancha de
escolares corriendo y rodando escaleras abajo para alejarse del cuerpo
desfigurado de la religiosa, y de lo que fuera que la hubiera dejado así.
Apenas algunos segundos después un segundo ruido seco, más fuerte que el
anterior, terminó con el cuerpo de otra de las religiosas casi descabezado,
cayendo inerte sobre el cemento de las escaleras, al momento que un golpe dejó
un agujero de diez centímetros de diámetro en uno de los escalones. En los
siguientes treinta segundos, tres golpes más se escucharon, y tres cuerpos de
religiosas terminaron con sus cabezas desfiguradas y sus cuerpos acostados en
el acceso del colegio. Para ese momento, ni escolares ni religiosas quedaban en
el lugar, salvo una añosa monja que se paseaba consternada, yendo de un a otro
cuerpo, haciendo repetidas veces sobre los cuerpos una forma de cruz romana con
una botellita que parecía contener agua. Luego de terminar de pasar por los
cinco cadáveres, la monja se persignó y bajó las escalinatas, para desaparecer
justo antes de la llegada del primer vehículo policial al sitio del suceso.
La añosa monja enfiló sus lentos pasos hacia
una iglesia ubicada a tres cuadras del colegio. Su lentitud contrastaba con el
vértigo con el cual el colegio fue rodeado por vehículos policiales y de
fuerzas especiales. Luego de esquivar a intrusos y policías de a pie, la mujer
logró entrar a la iglesia, para dirigirse directamente al confesionario, para
contarle a su confesor su pecado: haber bendecido los restos de cinco
sacerdotisas consagradas a Satanás e infiltradas en la iglesia, que habían sido
ajusticiadas por un francotirador que le había anticipado convenientemente sus
planes, para permitirle a ella cumplir con su obra de caridad. Con dificultad
la monja se arrodilló y esperó su turno: el confesor estaba ocupado en la otra
ventanilla del confesionario, absolviendo y bendiciendo al sacerdote que aún
tenía su mano y mejilla derecha con el inconfundible olor a pólvora quemada.