Si entras a este blog es bajo tu absoluta responsabilidad. Nadie asegura que salgas vivo... o entero. Si imaginaste que aquellas pesadillas interminables que sufrí­as de niño cuando te daba fiebre eran horrorosas, prepárate para conocer una nueva dimensión de la palabra HORROR...

miércoles, enero 14, 2015

Francotirador

El francotirador apuntaba su rifle Barret al cuerpo del blanco ordenado. A trescientos metros, el proyectil calibre .50 era mortal, independiente de caer en la cabeza, el tórax, o el abdomen de su objetivo; sin embargo, su experiencia lo llevaba a apuntar algo por sobre la cabeza de su objetivo, para que la gravedad hiciera que el proyectil lanzado impactara en el cuello, provocando una muerte instantánea y sorpresiva. Muchas veces su disparo favorito terminaba decapitando al objetivo o destrozando la cabeza; sin embargo, eso era mejor que disparar alto, destrozando el cráneo pero dejando el centro vital de la base del cráneo intacto, lo que generaba un sufrimiento innecesario, y si las circunstancias lo permitían, obligándolo a un segundo disparo para acabar su misión.

De pronto varias campanadas interrumpieron el bullicio de la calle, dando salida a una verdadera estampida de niñas y jóvenes que trataban de huir luego del colegio de monjas en que pasaban la mayor parte del día, para poder empezar sus trayectos a casa, y olvidarse del estricto régimen educacional y de disciplina en que se encontraban inmersas por decisión de sus familias. No era extraño además que dentro del grupo de estudiantes, algunas religiosas salieran entremezcladas, si es que habían terminado sus labores docentes y necesitaban irse más temprano que el resto de las profesoras. Justo en ese momento, la tragedia se desató: un ruido seco, como el de un martillazo contra una muralla se sintió en medio de las escolares, para dejar al descubierto una imagen espantosa. El cuerpo de una religiosa se desplomaba bruscamente en las escaleras de acceso al colegio, en medio de un reguero incontenible de sangre que manaba a raudales del sitio en que segundos antes estuvo su cabeza, de la que sólo quedaba una masa amorfa e irreconocible.

Los gritos destemplados de las niñas dieron paso a una avalancha de escolares corriendo y rodando escaleras abajo para alejarse del cuerpo desfigurado de la religiosa, y de lo que fuera que la hubiera dejado así. Apenas algunos segundos después un segundo ruido seco, más fuerte que el anterior, terminó con el cuerpo de otra de las religiosas casi descabezado, cayendo inerte sobre el cemento de las escaleras, al momento que un golpe dejó un agujero de diez centímetros de diámetro en uno de los escalones. En los siguientes treinta segundos, tres golpes más se escucharon, y tres cuerpos de religiosas terminaron con sus cabezas desfiguradas y sus cuerpos acostados en el acceso del colegio. Para ese momento, ni escolares ni religiosas quedaban en el lugar, salvo una añosa monja que se paseaba consternada, yendo de un a otro cuerpo, haciendo repetidas veces sobre los cuerpos una forma de cruz romana con una botellita que parecía contener agua. Luego de terminar de pasar por los cinco cadáveres, la monja se persignó y bajó las escalinatas, para desaparecer justo antes de la llegada del primer vehículo policial al sitio del suceso.

 La añosa monja enfiló sus lentos pasos hacia una iglesia ubicada a tres cuadras del colegio. Su lentitud contrastaba con el vértigo con el cual el colegio fue rodeado por vehículos policiales y de fuerzas especiales. Luego de esquivar a intrusos y policías de a pie, la mujer logró entrar a la iglesia, para dirigirse directamente al confesionario, para contarle a su confesor su pecado: haber bendecido los restos de cinco sacerdotisas consagradas a Satanás e infiltradas en la iglesia, que habían sido ajusticiadas por un francotirador que le había anticipado convenientemente sus planes, para permitirle a ella cumplir con su obra de caridad. Con dificultad la monja se arrodilló y esperó su turno: el confesor estaba ocupado en la otra ventanilla del confesionario, absolviendo y bendiciendo al sacerdote que aún tenía su mano y mejilla derecha con el inconfundible olor a pólvora quemada.