Tres de la mañana. La iglesia se encontraba vacía a esas horas, por lo
cual el avezado ladrón debía estar descalzo, cubriendo sus pies sólo con
gruesas calcetas, para que el eco de la enorme estructura no fuera a despertar
a nadie. El viejo cuidador de autos, que en las noches hacía las veces de
guardia a cambio de un espacio tibio para dormir y dinero suficiente para comer
y beber, dormía plácidamente hacía ya una hora producto de la caja de vino
barato que había bebido.
El ladrón había sido contratado por un excéntrico y millonario
traficante de objetos de arte, quien tenía una macabra e inconclusa colección
que rayaba en lo bizarro: esqueletos de soldados del siglo XIX. Su motivación
casi parecía racional: no era lógico poner uniformes y armas de época en
maniquíes o vitrinas, si se podía utilizar los esqueletos de aquellos que en
vida utilizaron esas vestimentas y esas armas. Su colección era exigua, por lo
difícil de conseguir esqueletos completos y en buen estado, y porque debía
recurrir a delincuentes avezados y de alta monta para lograr conseguir nuevas
piezas, lo que era exageradamente caro por los riesgos involucrados si se era
descubierto. Además, era el mismo coleccionista el que debía conseguir toda la
información de la ubicación de las piezas: los ladrones sólo se encargaban de
robar sus encargos, no de encontrarlos.
El ladrón avanzaba silencioso por una de las alas laterales de la
iglesia. Su linterna le dejaba ver de tanto en tanto retablos que marcaban las
estaciones del via crucis; pese a que le incomodaba notar que en todas las
imágenes al menos una de las caras representadas parecía estar mirándolo, debía
fijarse en ellas para encontrar el encargo que le habían hecho. Mal que mal el
robo por encargo de objetos arqueológicos y de arte era su oficio, y dependía
de ello para subsistir. Luego de ubicar el espacio que separaba la octava de la
novena estación, se dirigió a una serie de placas de mármol que marcaban la
presencia de la tumba de una dama de la sociedad y benefactora de la iglesia
hacía ya dos siglos; después de algunos segundos de meter los dedos por los
bordes de la plancha en que estaba labrado el nombre de la mujer, logró
desplazarla, y hacerse de una especie de llave de piedra que estaba escondida
en un hueco en la pared. La información que le había dado el coleccionista, al
menos hasta ese instante, era perfectamente precisa.
El ladrón cruzó hacia la otra ala de la iglesia. Justo frente a la
placa tras la cual se encontraba la llave de piedra, había un ladrillo deslavado
oculto por un paño que colgaba de la imagen de un santo. Al descorrerlo y mover
un poco el ladrillo, apareció tras éste un espacio de la misma forma de la
llave de piedra, que obviamente funcionaba como cerradura. Luego de girar la
llave, un crujido le hizo saber que sólo le faltaba empujar el muro para
acceder al pedido de su cliente.
Tres y media de la mañana. El ladrón por fin pudo acceder a la bóveda
secreta donde se encontraba supuestamente el esqueleto que le habían encargado.
Con delicadeza, respeto pero sin miedo, avanzó por el estrecho espacio
alumbrando con una potente linterna, que le permitió ver a un metro de
distancia un ataúd de metal; en ese instante el ladrón decidió colocarse una
mascarilla, pues sabía que en el siglo XIX solían sepultar cadáveres con
enfermedades infecciosas en ataúdes metálicos para aislar el contagio, del cual
no se conocía la causa en ese entonces. Al acercarse al ataúd descubrió de
inmediato los seguros tipo mariposa que sellaban las paredes del artilugio, los
que procedió a soltar luego de colocarse unos gruesos guantes de cuero. Cuando
estaba desatornillando la última mariposa sintió un crujido, que de inmediato
desestimó al saberlo propio del rechinar del metal contra metal.
Tres y treinta y
tres de la mañana. Fuertes pasos se escuchaban con un ensordecedor eco dentro
de la parroquia. El viejo cuidador despertó del efecto del vino, y corrió con
un bate de madera como arma en ristre hacia la gran puerta de madera de la
iglesia, la que encontró entreabierta, dejando ver una pequeña luz en una de
sus alas laterales. El viejo entró con cuidado: en ese momento un enorme
esqueleto de cerca de dos metros de altura lo derribó de un empujón, no sin
antes ser alcanzado por el golpe de su bate. El sonido que hizo el golpe y el
reflejo de las luminarias en su superficie le hicieron creer que había sido
derribado por un esqueleto metálico. El estado del cadáver del ladrón terminó
por confirmar su alocada sospecha.