Si entras a este blog es bajo tu absoluta responsabilidad. Nadie asegura que salgas vivo... o entero. Si imaginaste que aquellas pesadillas interminables que sufrí­as de niño cuando te daba fiebre eran horrorosas, prepárate para conocer una nueva dimensión de la palabra HORROR...

miércoles, enero 06, 2016

Elegidos

En el subterráneo el ambiente era insoportable. Treinta metros bajo tierra y sin nada que hiciera circular el aire, los olores se acumulaban de modo tal que era casi imposible sobrevivir sin vomitar al menos una vez. Los elegidos usaban la vieja técnica de aspirar fuerte una vez al llegar, para que el olfato se acostumbrara lo antes posible; luego de las náuseas y el vómito, estaban listos para seguir descendiendo hacia su destino.

Diez metros más abajo estaba el laboratorio. Un hombre de cabello entrecano, rostro cansado,  larga y sucia barba de indescifrable color y mirada perdida, recibía a los elegidos cubierto con una pechera de goma sobre un entero que alguna vez pudo haber sido blanquecino. El hombre los hacía desnudarse en cuanto llegaban; luego de todo lo que habían vivido, el pudor no existía entre aquellos hombres y mujeres llamados a cumplir la extraña e incomprensible función que había empezado a hacer ruido en sus cabezas un año antes, que había acabado con la vida y la cordura de nueve de cada diez iniciados, y que había terminado con ellos un año después, cuarenta metros bajo tierra, desnudos frente a alguien que parecía carnicero, pero que bien podría ser el científico más grande de la humanidad, y el líder espiritual del incierto futuro que amenazaba con aplastarlos en cualquier momento.

Cada elegido traía un morral de tamaño mediano, impermeable, que sujetaban con nerviosismo al lado de sus cuerpos temblorosos. A una señal del hombre que los recibió, todos abrieron sus bolsos, dejando caer sus contenidos al suelo. Frente a cada elegido había ahora el cuerpo agonizante de un bebé de pocos días de vida: instintivamente los elegidos recogieron los cuerpos de los bebés, acunándolos quizás por única vez en sus vidas, al tiempo que empezaron a moverse hasta quedar emparejados hombre y mujer uno al lado de quien hubiera sido su incidental pareja nueve meses antes.

El monje científico miraba con desdén a las parejas de elegidos de pie, con sus parejas de gemelos en brazos, uno al lado del otro tratando de ser familia durante los pocos minutos de vida como la conocían que les quedaban, y rogaba a esa entidad incomprensible y poco razonable que había plantado aquella función en las cabezas de los iniciados, por que el resultado de sus actos creara la simiente de un futuro mejor. Antes de empezar a razonar y a tener pensamientos propios, tomó una bolsa enorme y entregó a cada elegido un instrumento formado por dos cuchillos de porcelana de doble filo bañados en oro, y una bola de porcelana bañada en el mismo metal precioso, que unía ambos cuchillos por medio de un cable formado por hilos de oro gracias a nudos sujetos por pequeñas abrazaderas metálicas reforzadas por puntos de soldadura. Una vez que todos tuvieron sus instrumentos, el monje científico se acercó a un generador que encendió, quedando al lado de una palanca interruptora abierta. En pocos segundos más cerraría el circuito, luego que cada cual hiciese lo que debía hacer. El generador empezó a hacer un extraño ruido, y de pronto una gran esfera metálica colocada por encima de todos empezó a cargarse de electricidad y a disparar pequeños destellos como rayos en una tormenta eléctrica. Había llegado el momento.

Casi al mismo tiempo, cada elegido tomó una de las hojas y la enterró en la nuca del hijo que tenía en brazos, sin que se dejara oír quejido ni llanto alguno por parte de los bebés. Acto seguido, y sin soltar los bebés, cada elegido tomó la hoja al otro extremo del cable, y sin mediar aviso ni duda, las clavaron en sus propios cuellos, justo sobre sus esternones; en ese momento, el monje científico cerró el circuito, y los pequeños destellos de la esfera metálica se transformaron en un solo y gran rayo que se dirigió de inmediato a la esfera bañada en oro más cercana, para en una fracción de segundo recorrerlas todas y volver por el otro polo a la esfera de origen: luego de algunos segundos de descarga eléctrica, el circuito se abrió quedando la habitación en silencio y oscuridad.

Dos horas más tarde los elegidos salían del céntrico edificio de oficinas que hacía de pantalla al santuario laboratorio subterráneo, ataviados con elegantes tenidas formales, y conversando animadamente como si vinieran saliendo del cierre de algún seminario o convención. Nada podía perturbar sus almas en esos momentos, pues por fin estaban completas: ellos habían nacido con sus esencias desarrolladas del todo en el aspecto racional, pero sin ninguna capacidad emocional ni espiritual. Al parir gemelos que portaban el complemento faltante y fusionar esas almas a las incompletas suyas, habían logrado la perfección en vida, y ahora podían dedicarse a forjar las bases para un mañana mejor para la humanidad. Cuarenta metros más abajo, el monje científico y sus colaboradores lanzaban los cuerpos inertes de los bebés a grandes hornos para disponer de sus restos: en esos instantes, la mitad espiritual de su alma rezaba una oración para que dichos cuerpos sirvieran como una suerte de ofrenda a quien hubiera ideado dicho plan, mientras su mitad racional apuraba el fuego para terminar rápido y empezar a monitorizar a los elegidos.