En el subterráneo el ambiente era insoportable. Treinta metros bajo
tierra y sin nada que hiciera circular el aire, los olores se acumulaban de
modo tal que era casi imposible sobrevivir sin vomitar al menos una vez. Los
elegidos usaban la vieja técnica de aspirar fuerte una vez al llegar, para que
el olfato se acostumbrara lo antes posible; luego de las náuseas y el vómito,
estaban listos para seguir descendiendo hacia su destino.
Diez metros más abajo estaba el laboratorio. Un hombre de cabello
entrecano, rostro cansado, larga y sucia
barba de indescifrable color y mirada perdida, recibía a los elegidos cubierto
con una pechera de goma sobre un entero que alguna vez pudo haber sido
blanquecino. El hombre los hacía desnudarse en cuanto llegaban; luego de todo
lo que habían vivido, el pudor no existía entre aquellos hombres y mujeres
llamados a cumplir la extraña e incomprensible función que había empezado a
hacer ruido en sus cabezas un año antes, que había acabado con la vida y la
cordura de nueve de cada diez iniciados, y que había terminado con ellos un año
después, cuarenta metros bajo tierra, desnudos frente a alguien que parecía
carnicero, pero que bien podría ser el científico más grande de la humanidad, y
el líder espiritual del incierto futuro que amenazaba con aplastarlos en
cualquier momento.
Cada elegido traía un morral de tamaño mediano, impermeable, que
sujetaban con nerviosismo al lado de sus cuerpos temblorosos. A una señal del
hombre que los recibió, todos abrieron sus bolsos, dejando caer sus contenidos
al suelo. Frente a cada elegido había ahora el cuerpo agonizante de un bebé de
pocos días de vida: instintivamente los elegidos recogieron los cuerpos de los
bebés, acunándolos quizás por única vez en sus vidas, al tiempo que empezaron a
moverse hasta quedar emparejados hombre y mujer uno al lado de quien hubiera
sido su incidental pareja nueve meses antes.
El monje científico miraba con desdén a las parejas de elegidos de
pie, con sus parejas de gemelos en brazos, uno al lado del otro tratando de ser
familia durante los pocos minutos de vida como la conocían que les quedaban, y
rogaba a esa entidad incomprensible y poco razonable que había plantado aquella
función en las cabezas de los iniciados, por que el resultado de sus actos creara
la simiente de un futuro mejor. Antes de empezar a razonar y a tener
pensamientos propios, tomó una bolsa enorme y entregó a cada elegido un
instrumento formado por dos cuchillos de porcelana de doble filo bañados en
oro, y una bola de porcelana bañada en el mismo metal precioso, que unía ambos
cuchillos por medio de un cable formado por hilos de oro gracias a nudos
sujetos por pequeñas abrazaderas metálicas reforzadas por puntos de soldadura.
Una vez que todos tuvieron sus instrumentos, el monje científico se acercó a un
generador que encendió, quedando al lado de una palanca interruptora abierta.
En pocos segundos más cerraría el circuito, luego que cada cual hiciese lo que
debía hacer. El generador empezó a hacer un extraño ruido, y de pronto una gran
esfera metálica colocada por encima de todos empezó a cargarse de electricidad
y a disparar pequeños destellos como rayos en una tormenta eléctrica. Había
llegado el momento.
Casi al mismo tiempo, cada elegido tomó una de las hojas y la enterró
en la nuca del hijo que tenía en brazos, sin que se dejara oír quejido ni
llanto alguno por parte de los bebés. Acto seguido, y sin soltar los bebés,
cada elegido tomó la hoja al otro extremo del cable, y sin mediar aviso ni
duda, las clavaron en sus propios cuellos, justo sobre sus esternones; en ese
momento, el monje científico cerró el circuito, y los pequeños destellos de la
esfera metálica se transformaron en un solo y gran rayo que se dirigió de
inmediato a la esfera bañada en oro más cercana, para en una fracción de
segundo recorrerlas todas y volver por el otro polo a la esfera de origen:
luego de algunos segundos de descarga eléctrica, el circuito se abrió quedando
la habitación en silencio y oscuridad.
Dos horas más tarde los elegidos salían del céntrico edificio de
oficinas que hacía de pantalla al santuario laboratorio subterráneo, ataviados
con elegantes tenidas formales, y conversando animadamente como si vinieran
saliendo del cierre de algún seminario o convención. Nada podía perturbar sus
almas en esos momentos, pues por fin estaban completas: ellos habían nacido con
sus esencias desarrolladas del todo en el aspecto racional, pero sin ninguna
capacidad emocional ni espiritual. Al parir gemelos que portaban el complemento
faltante y fusionar esas almas a las incompletas suyas, habían logrado la
perfección en vida, y ahora podían dedicarse a forjar las bases para un mañana
mejor para la humanidad. Cuarenta metros más abajo, el monje científico y sus
colaboradores lanzaban los cuerpos inertes de los bebés a grandes hornos para
disponer de sus restos: en esos instantes, la mitad espiritual de su alma
rezaba una oración para que dichos cuerpos sirvieran como una suerte de ofrenda
a quien hubiera ideado dicho plan, mientras su mitad racional apuraba el fuego
para terminar rápido y empezar a monitorizar a los elegidos.