La joven mujer había subido a trotar al
cerro temprano esa mañana, como todas las mañanas. Ataviada con una vistosa
vestimenta que la hacía visible desde todos lados, la joven mujer trotaba
segura y a tranco firme en el poco empinado cerro, lo cual le servía para
conservar su figura y de paso para mantener sano su corazón y sus músculos. La
vista de la ciudad además era un plus, haciendo su recorrido entretenido al ver
cómo lentamente la iluminada ciudad empezaba a perder sus luces en la medida que
la luz del sol inundaba todo a su alrededor.
La joven mujer iba pasando por la parte
más pesada del cerro, donde el camino estaba más empinado y la huella estaba
cubierta de una tierra gruesa y llena de piedrecillas, lo que hacía de ese
sector el más lento y pesado para avanzar. Esa mañana su corazón estaba algo
más cansado que de costumbre, lo que la obligó a detenerse a tomar algo de
líquido antes de seguir con su ejercicio. De pronto una extraña y fuerte
ventolera que venía desde el plano la desequilibró un poco, haciéndola
trastabillar y obligándola a sentarse a descansar definitivamente un rato: en
ese instante pudo contemplar de nuevo la belleza de la naturaleza en su máximo
esplendor en ese oasis en medio de la ciudad. Una vez que recuperó el aliento,
la joven mujer continuó con su trote.
La joven mujer seguía ascendiendo el
cerro al trote. Esa mañana había salido sin su teléfono por lo que no tenía
música para escuchar; cuando ello sucedía, sus oídos se llenaban con los
sonidos de la naturaleza, cosa que había notado que esa mañana no sucedía: toda
la fauna parecía estar en silencio, como si estuvieran dormidos, escondidos, o
se hubieran ido. Es más, salvo la ráfaga de viento que la desequilibró, no
corría brisa alguna que sonara en sus oídos y le permitiera conectarse con la
naturaleza en esa mañana.
La joven mujer estaba a cincuenta metros
de la cima del cerro. En ese instante una nueva y más violenta ráfaga de viento
la volvió a desequilibrar, junto con un potente haz de luz, demasiado fuerte
para corresponder con la luminosidad del sol a esa hora de la mañana; la joven
mujer giró hacia el plano y quedó estupefacta con lo que estaba frente a sus
ojos. A varios kilómetros de distancia pero en plena ciudad se erguían dos
imponentes hongos radioactivos, uno más lejano que el otro. La joven mujer no
quería dar crédito a lo que estaba viendo; de pronto el bramido de un avión se
sintió sobre su cabeza, y un par de segundos después un nuevo destello y una
nueva ráfaga de viento terminaron por sepultar sus dudas.