Una leve y espesa llovizna empezó
lentamente a caer en la nublada tarde en la ciudad. Hacía varios días que el
cielo amenazaba con descargar toda su lluvia, pero recién esa tarde se desató
la precipitación. En un par de minutos el pavimento se oscureció y humedeció
por completo, y las finas gotas de lluvia impedían a la gente ver con
normalidad por la gran cuantía que tenían. La ciudad en algunos minutos cambió
su rostro de otoño a invierno, oscureciendo y dejando un ambiente húmedo y
respirable que muchos agradecían a esas alturas del año, y que otros odiaban
con todo su ser.
La llovizna seguía sin variaciones. La
gente paseaba con paraguas, parkas, sombreros, y unos cuantos con la cabeza
descubierta para aprovechar el contacto con el agua caída del cielo. De pronto
una chica gritó con espanto al ver que en su paraguas nuevo había un agujero
que extrañamente empezaba a crecer sin control; a los pocos segundos todos
quienes llevaban paraguas veían cómo ellos empezaban a perder la tela al entrar
en contacto con el agua. En un par de minutos todos los paraguas estaban
destruidos, y la gente deambulaba con sus cabezas descubiertas bajo la lluvia.
Algunos minutos más tarde alguien notó
que su chaquetón también empezaba a deshacerse con la lluvia; al rato toda la
gente en la calle vio cómo sus vestimentas parecían derretirse al contacto con
el agua. Media hora más tarde la gente deambulaba desnuda por la calle, algunos
cubriéndose, otros luciéndose. Extrañamente la temperatura parecía haber subido
un poco por lo que nadie, pese a la ausencia de vestimenta, parecía estar
pasando frío. Salvo aquellos que huyeron por vergüenza a esconderse a sus
hogares, el resto de la gente parecía estar disfrutando del extraño
espectáculo.
De improviso un grito de espanto pareció
congelar el ambiente: una mujer vio cómo una de las gotas de la lluvia que los
había desnudado había traspasado su piel y generado una dolorosa llaga. A los
segundos los gritos se multiplicaron por doquier; la lluvia ahora estaba
desgarrando la piel desnuda de quienes se encontraban a la intemperie,
causándoles dolores inconmensurables. Minutos más tarde las calles de la ciudad
estaban cubiertas de dolientes cuyas pieles había desparecido casi por
completo, dejando sus tejidos vivos al contacto con el maldito líquido, que
ahora empezaba a corroer todo a su caída, y verdaderos ríos de sangre corriendo
hacia las alcantarillas y cubriendo el pavimento. Dos horas más tarde las
calles estaban intransitables, uno por la maldita llovizna que corroía todo por
doquier, y dos por la masa informe de restos humanos que no dejaba ver el suelo
bajo ellos.