En medio de una tupida selva, los
animales salvajes se mantenían alejados de un pequeño alto en la superficie del
terreno. En el lugar no parecía haber nada, pero los sentidos de los animales
les permitían saber que el lugar no estaba desierto. Bajo algunos kilos de
restos de suelo y cortezas de árbol muerto, un francotirador se encontraba
camuflado mirando al terreno del enemigo a través de la mira de su fusil
Barret. El silencio, el camuflaje y la inamovilidad eran sus herramientas para
pasar desapercibido para los débiles sentidos humanos, por lo que se encontraba
tranquilo llevando a cabo su misión esa mañana.
El francotirador era un veterano de
guerra, que llevaba en su registro personal más de cien blancos acabados; ese
eufemismo le permitía no tener pesadillas en la noche pensando que había
asesinado a más de cien personas con su fusil a larga distancia, personas que
fuera de la guerra tenían familia, sueños, planes y rutinas que se habían visto
interrumpidas por la decisión de algún gobernante irresponsable de llevarlos a
un lugar desconocido a asesinar y ser asesinados. El francotirador veía
objetivos a través de su mira, que identificaba como soldados rivales gracias a
sus vestimentas; luego de disparar, en la mira se veía una enorme mancha roja donde
estaba la cabeza o el pecho de su blanco, dado el excesivo peso de la bala que
disparaba su arma. Ello le permitía alcanzar a objetivos a mayor distancia, y
por ende a verlos como blancos y no como personas.
El francotirador tenía la mira apuntada
a quinientos metros de su ubicación. De pronto una tropa aparece en su campo de
tiro, marchando ordenada en su dirección. El tirador decidió hacer blanco en
quien comandaba el grupo para dispersarlo, sin embargo al sacar el ojo de la
mira y luego reubicarlo, la tropa había desaparecido. El tirador asumió que lo
que había visto era producto del cansancio y la humedad, y lo dejó pasar.
Media hora más tarde el francotirador
vio una mancha en su campo visual, por lo que ajustó la distancia de su mira;
con sorpresa vio que a doscientos metros venía avanzando la misma tropa que
había visto antes. El tirador estaba decidido a no dejar pasar la oportunidad y
fijó el blanco en el líder del grupo; en ese instante el tirador parpadeó, y al
abrir el ojo la tropa había vuelto a desaparecer. El hombre estaba intrigado
mas no nervioso, y se preocupó de proseguir su vigilancia del lugar a ver qué
sucedía con sus enemigos.
Una hora más tarde una nueva mancha en
el campo de la mira le dio a entender que el objetivo se encontraba a menor
distancia; al ajustar la mira a cincuenta metros se encontró con la tropa
avanzando hacia él. De pronto vio algo que lo dejó estupefacto, que no tenía
lógica alguna, pero que no era producto del cansancio pues los lentes de su
mira no se cansaban.
En medio de la tupida
selva, el francotirador estaba sentado en el alto del terreno, con el fusil
apuntando al cielo y con el seguro puesto. En ese instante la tropa que había
visto estaba llegando a su posición; más de cien soldados con sus pechos destrozados
o sin cabeza o partes de ella lo rodearon en silencio. El francotirador sabía
que había llegado el momento de pagar su deuda con las almas de los objetivos
que había eliminado en su carrera de asesino profesional.