Esa mañana el frío calaba los huesos. La
gente en el paradero, pese a estar bien abrigada, se apretujaban unos contra
otros para tratar de mantener algo de calor; los ciclistas que se atrevían a
salir en su medio de transporte de costumbre se veían pálidos, sin lograr
entrar en calor pese al vigoroso trabajo muscular que implicaba mover sus
vehículos. Los conductores en sus vehículos pasaban con los vidrios empañados
al tener la calefacción al máximo, pese a lo cual igual se notaban tiritando en
sus asientos. Parecía que una nueva era de hielo estuviera apoderándose de la
ciudad en ese instante.
En la medida que los buses empezaban a
pasar, el paradero se vaciaba lentamente en espera que otros usuarios llegaran
a llenarlo, tan ateridos de frío como sus antecesores. En ese grupo venía una
madre con su pequeña hija de cuatro años,
a la cual tenía que ir a dejar al prekinder antes de irse a su trabajo.
De pronto la niña empezó a levantar sus brazos, como si intentara llamar la atención
de alguien más alto que ella, pero mirando hacia un lugar en que no había
nadie; la madre tironeó levemente el abrigo de la niña para sacarla de su
estado de concentración sin lograr su objetivo. En ese instante un perro
callejero apareció en el lugar, empezando a mover la cola y a hacer fiestas
hacia el mismo lugar en que lo hacía la pequeña.
La ciudad parecía estar poseída a esa
hora de la mañana. Todos los niños menores de cuatro años y los animales le
hacían fiestas a la nada, y nadie era capaz de entender por qué estaba pasando
eso o cómo sacar a niños y animales de
ese estado. Quienes andaban con sus hijos no podían seguir con sus actividades,
y muchos de los animales estaban parados en medio de la calle jugueteándole a
la nada e interrumpiendo el tránsito. Todo estaba convertido en un caos, y
nadie parecía saber qué hacer.
A esa hora de la mañana salía de una
vieja y mal cuidada casa una señora pequeña de edad avanzada, que tenía
conflictos permanentes con sus vecinos por sus hábitos algo anormales, pues
acostumbraba a hacer fuego en el patio de la casa, que llenaba de un humo
espeso y maloliente a todo el barrio. La mujer se dirigía al juzgado de policía
local a responder por una denuncia hecha en su contra por varios vecinos, a
sabiendas que nadie iba a llegar a confirmar el procedimiento: la noche
anterior la bruja había abierto un portal, dejando en este plano a miles de
almas en pena que tenían alborotados a los seres más sensibles del lugar.