La muchacha rezaba en silencio en la
iglesia. Hacía poco había terminado la última misa del día, los feligreses ya
se habían retirado, dejando a la muchacha sola en su estado de concentración
con su alma y la divinidad. A esa hora ya habían apagado la mitad de las luces
del lugar y la encargada del aseo había empezado a barrer los pasillos,
mientras la joven mujer permanecía arrodillada orando en silencio y con los
ojos cerrados. Desde la puerta que daba al lado del altar mayor, la joven era observada
por el sacerdote de la parroquia, quien trataba de entender la actitud de la
joven.
El maduro sacerdote llevaba cerca de
diez años como párroco del lugar. Tres meses antes había visto aparecer a la
joven muchacha en una de sus misas, luego de la cual la joven permaneció media
hora más, rezando sola y en silencio en el lugar. Desde esa fecha, y cada vez
que había servicio en su parroquia, la joven aparecía y se quedaba media hora
orando arrodillada en silencio. En más de una ocasión el sacerdote estuvo
tentado de ir a preguntarle por qué lo hacía, pero luego sentía que podría
invadir la privacidad de la joven y decidía dejarla seguir con su costumbre,
que mal que mal no dañaba a nadie.
Cuarenta minutos después la joven seguía
en el mismo lugar, arrodillada y rezando muy concentrada. El sacerdote había
vuelto de cambiarse de ropa y volvió a verla a través de la puerta del lado del
altar; era primera vez que la joven se pasaba de la media hora, y la señora del
aseo ya estaba llegando al lugar donde ella estaba. Al parecer era momento que
él interviniera para saber qué le pasaba a la mujer, y tratara de persuadirla
de irse. El sacerdote abrió la puerta y se dirigió donde la joven; al llegar
frente a ella, quedó paralizado.
La joven mujer rezaba en silencio en la
iglesia. El sacerdote estaba parado frente a ella, viendo cómo varios hilos de
sangre manaban de su frente y cubrían su rostro; la joven parecía estar en un
estado de éxtasis mientras oraba, y pese al sangrado no dejaba de orar. De
pronto inclinó su cabeza hacia adelante, lo que hizo que el sudor
sanguinoliento cayera sobre las baldosas de la iglesia: una de ellas se iluminó
lentamente dejando estupefacto al sacerdote. En ese instante la muchacha abrió
los ojos, se agachó, levantó la baldosa iluminada y sacó del espacio bajo ella
una pequeña caja que contenía un anillo de compromiso. La joven se colocó el
anillo en el dedo anular izquierdo, y luego de reventar los cerebros del
sacerdote y la señora del aseo con su pensamiento, salió del lugar con su
compromiso hecho y lista para cumplir la misión encomendada varios milenios
antes.