El verdugo
afilaba pacientemente su hacha. El consejero del rey le había dicho que ese día
sería bastante pesado, pues se había terminado de juzgar a un grupo de
conspiradores y todos habían sido condenados a morir decapitados, por lo que
esa jornada se le haría casi interminable. Los vasallos comunes no entendían su
trabajo, creían que sólo era descargar un hachazo sobre un cuello desnudo y
nada más; nadie se detenía a pensar en la preparación del cadalso, en el
afilado del hacha, en la limpieza de la sangre luego de la decapitación, ni en
los sentimientos que le causaba quitar bruscamente una vida. Más que un asesino
a sueldo, él era un esclavo de un sistema violento de vida al que debía respeto
y pleitesía, por su propio bien.
El verdugo se colocó
su capucha negra, echó el hacha al hombro, y se dirigió al cadalso para empezar
su trabajo. La plataforma en altura le permitía ver las caras de los asistentes
a las ejecuciones, que generalmente eran los mismos de siempre, y miraban con
placer cuando él había dado el golpe mortal y cabeza rodaba separada del
cuerpo. Al llegar al lugar, se encontró con una fila de dieciocho personas
custodiadas por varios guardias; definitivamente el consejero tenía razón, ese
sería un día casi interminable.
El consejero se
paró en medio de la plataforma, sacó un pergamino y empezó a leer el nombre de
todos los condenados y su condena a morir decapitados. Terminada la lectura el
verdugo miró a la distancia, hacia el trono en que le rey miraba las
ejecuciones, quien le dio la venia para empezar el proceso. La primera
condenada era una niña, que no parecía tener más de quince años. Su cabellera
rubia enmarcaba un rostro sucio y con algunos moretones propios de la estadía
en las mazmorras de palacio. Dos guardias llevaron a la muchacha al cadalso, le
sacaron los grilletes de las muñecas, colocaron su desnudo cuello sobre la
piedra y se retiraron. El verdugo miró a la pequeña, quien ladeó la cabeza y
miró a los ojos del verdugo, dejándolo paralizado.
El verdugo salió
luego de su estado de estupor, colocó las dos manos en el extremo del asa del
hacha, la levantó sobre su cabeza y descargó con fuerza la hoja de metal sobre
el cuello de la niña. Al caer su cabeza separada de su cuello se hizo un
silencio en los asistentes: de la herida en vez de manar sangre salió una masa
viscosa de color negro llena de gusanos. Al instante el cielo se oscureció, y
una granizada de rocas ardientes se apoderó del lugar, hiriendo de muerte a
asistentes, guardias y condenados. El verdugo alcanzó a huir a palacio desde
donde había salido, y desde ahí contempló cómo la cabeza rodaba hacia el
cuerpo, se unía nuevamente al cuello, y la pequeña se incorporaba desde el
cadalso. La muchacha lo miró con sus negros ojos, esbozó una sonrisa y
desapareció en el aire pronunciando una maldición contra el rey y sus súbditos
que el verdugo alcanzó a escuchar pero no a entender: lo único que sabía es que
debía huir de inmediato del lugar y conseguir un nuevo oficio para el resto de
sus días.