Esa fría mañana
de otoño el paradero de buses estaba atestado. El viejo albañil esperaba el bus
que lo llevaría al otro extremo de la ciudad, a la obra en la que estaba
contratado, para hacer el mismo trabajo que había desempeñado los últimos cincuenta
años, y del cual no quería jubilar pues sabía que si se quedaba en su domicilio
moriría de aburrimiento y desidia en el corto plazo. A su edad era inmensamente
cansador levantarse a las cinco y media de la mañana para alcanzar a llegar a
una hora prudente al trabajo, pero prefería eso a estar en la casa viendo las
paredes, el techo y el televisor.
Cinco minutos
más tarde el albañil estaba sentado en uno de los asientos preferenciales del
bus, mientras en los pasillos la gente se amontonaba más y más; si no tomaban
esa máquina la siguiente pasaría en diez o quince minutos más, lo que les
aseguraría a todos llegar atrasados a su destino. El albañil como todas las
mañanas en que lograba irse sentado se puso a mirar la ciudad por la ventana
del pasillo; pese a que se sabía de memoria el trayecto todos los días
descubría colores nuevos en la calle gracias a las distintas luces de los
vehículos que pasaban a esa hora. De pronto y sin quererlo el cansancio se
apoderó de él y se quedó profundamente dormido.
El albañil
despertó lentamente de su siesta. Mientras abría los ojos y se desperezaba con
los brazos cruzados para que fuera menos notorio, esperaba no haber pasado de
largo de su destino, para no tener que devolverse y llegar atrasado al trabajo.
Al abrir bien los ojos se encontró con un panorama incomprensible: en el bus
sólo seguía él en su asiento, todos los otros pasajeros se habían bajado
dejándolo a él seguir durmiendo y quizás en qué lugar de la ciudad. El albañil
se paró desesperado y fue al asiento del conductor para saber qué había pasado
o dónde se encontraba; al llegar al lugar encontró el asiento vacío mientras la
máquina se conducía sola.
El albañil
estaba desconcertado. El bus avanzaba por un camino invisible con las luces
apagadas, sin conductor, y con él como único pasajero. De pronto a lo lejos
divisó un punto luminoso, que cada vez se hacía más grande, hasta que en un
momento la luminosidad envolvió por completo al vehículo; en ese instante una
sensación de paz y tranquilidad se apoderó del albañil, haciéndolo olvidar la
situación en que se encontraba. En poco rato más sabría que el bus había sido
chocado por un camión de valores, que cinco personas habían muerto incluyéndolo
a él, y que de los cinco, sólo él había merecido encontrar la luz.