El profesor
miraba la pizarra vacía, en silencio. Esa mañana había llegado una hora antes
del horario de entrada, y en vez de quedarse en la sala de profesores decidió
irse a la sala donde le tocaba la primera clase de la mañana. El lugar estaba
oscuro y en silencio, cosa extraña para el anciano maestro que estaba
acostumbrado a tener cuarenta alumnos inquietos y ruidosos con él todos los
días y a cada rato. El silencio y la oscuridad le venían bien pues su alma era
silente y oscura, por lo que su mundo exterior e interior, al menos en ese
momento, estaban equilibrados.
Quince minutos
antes del inicio de la primera clase empezaron a llegar los alumnos; a esa hora
todos llegaban bostezando, con cara de cansancio y desidia; a la hora de inicio
entró el último alumno corriendo, con cara de agitación y miedo. A esa hora el
profesor empezó la primera clase con asistencia completa, terminando a mediodía
para almorzar, y luego seguir el resto de la tarde hasta que el aula volviera a
quedar vacía hasta el día siguiente. A esa hora el profesor se sentó en su
silla a pensar en el día trabajado, y a disfrutar nuevamente del silencio y la
oscuridad.
El profesor
despertó sobresaltado, al parecer se había quedado dormido en la sala y nadie
del personal de aseo se había atrevido a despertarlo, por lo que siguió
durmiendo en el lugar hasta bien entrada la noche; el hombre se desperezó
exageradamente antes de tomar su maletín para iniciar el retorno a casa. Cuando
asió la manilla de la puerta se dio cuenta que estaba cerrada por fuera, por lo
que empezó a gritar al nochero para que le abriera, sin lograr ningún
resultado. El profesor se sentó en su silla contrariado; de pronto frente a sus
ojos empezó un extraño espectáculo.
Por la cerrada
puerta de entrada a la sala empezaron a pasar una serie de seres transparentes
de distintas edades y vestimentas. El profesor veía con espanto cómo la sala se
llenaba de espectros que lo saludaban respetuosamente y se sentaban en orden en
los pupitres distribuidos por la sala; en ese instante recordó una placa
instalada a la entrada del colegio que decía que éste se había construido en el
mismo lugar donde había un hospital de tuberculosos en el siglo XIX y
principios del siglo XX. En un momento la sala se llenó de figuras fantasmagóricas
que se quedaron en silencio mirándolo. Sin más que hacer hasta que alguien le
abriera la puerta, el profesor empezó a impartir su clase a la audiencia más
concentrada y respetuosa de toda su carrera profesional.