El
viejo músico limaba lenta y parsimoniosamente sus uñas. Desde la
primera clase había aprendido que el cuidado de las manos era vital
para una adecuada interpretación de su instrumento, y una medida
estética que le permitía presentarse seguro frente a cualquier
audiencia. Una vez terminado el proceso, el músico abrió un
cuaderno de partituras con algunos compases anotados en él, para
poder seguir creando lo que debería ser su obra cúlmine
y una especie de herencia para la humanidad. El viejo músico cerró
sus ojos, dejó que su imaginación empezara a volar, interpretando
en el instante las notas que manaban de su mente, y una vez
convencido de su sonido, las anotaba en el cuaderno.
Luego
de una hora de composición el músico decidió para un rato para
aclarar sus ideas y evitar caer en repeticiones innecesarias en los
compases; dejó el instrumento en el estuche que había sobre la mesa
y se sirvió un café. Cuando iba en el segundo sorbo una lluvia de
ideas se apoderó de su cabeza, haciéndolo dejar de inmediato la
taza en la mesa para tomar su instrumento, empezar a tocar y a
escribir lo creado; al parecer
el efecto del café había sido casi mágico, pues en pocos minutos
había duplicado lo creado en la primera hora de trabajo.
Tres
horas después el músico estaba frenético, pues su cerebro no
dejaba de crear sonidos y armonías. Sus manos ya estaban
acalambradas de tanto tocar y escribir, hasta que de pronto se
encontró con la última página del cuaderno llena, y con las ideas
manando a raudales dentro de su cerebro, luchando por salir lo antes
posible para no bloquear a las nuevas que se sucedían una tras otra.
El músico se vio en la imperiosa necesidad de salir a comprar un
nuevo cuaderno lo antes posible para no perder esa vorágine de
creación en que estaba sumido.
Media
hora más tarde el músico estaba en la caja de la librería tratando
de apurar a la dependiente para que le cobrara luego, mientras las
ideas musicales se seguían agolpando en su cabeza sin poder dejarlas
salir. Había tres personas delante de él en la fila, y ninguna
parecía tener apuro alguno. Tanta fue su desesperación que pasó
delante de los tres, siendo increpado por clientes y la cajera, quien
se negó a cobrarle fuera de su sitio en la fila. El hombre de pronto
sintió una fuerte opresión en su pecho, que no fue considerada por
nadie luego de su actitud. Tres minutos después el hombre cayó al
suelo, colapsado. Cuatro minutos después su alma se desprendió de
su cuerpo, dejando inconclusa su póstuma marcha fúnebre.