La
sensación de frío en su alma parecía no querer ceder. El joven
militar miraba a sus prisioneros de guerra que se habían rendido
voluntariamente hacía algo más de tres horas, luego que su ejército
hubiera sido aniquilado. Los soldados decidieron que no valía perder
la vida por conceptos ya en desuso como patria y honor, y que sus
muertes en nada contribuirían al balance final del conflicto, el que
casi estaba completamente perdido a esas alturas del partido. En
cuanto los hombres vieron aparecer al soldado raso mostraron una
bandera blanca y se entregaron desarmados al joven militar.
El
militar no quería mirar a los ojos a sus prisioneros. Media hora
antes su oficial lo había llamado para darle una orden
incomprensible para él: el alto mando había ordenado que ellos no
tomarían prisioneros, por tanto todos los enemigos rendidos o
capturados debían ser eliminados. El joven soldado miraba a sus
jóvenes rehenes, y no era capaz de imaginarse en abrir fuego contra
hombres desarmados que se habían entregado voluntariamente. Su mente
intentaba buscar alguna solución, pero no se le venía nada a la
cabeza en esos momentos; de pronto su semblante cambió, pues una
simple idea se le había ocurrido que evitaría la muerte de los
muchachos y también le evitaría problemas con sus superiores.
El
joven militar ordenó a sus prisioneros en fila y los hizo caminar
hacia la ribera de un río. Al llegar al lugar disparó al aire
varias ráfagas con su fusil y le ordenó a los muchachos que
cruzaran el río y huyeran, mientras él le decía a su teniente que
los rehenes habían escapado sin que los pudiera detener. Los jóvenes
le dieron las gracias y se metieron al agua para cruzar hacia el otro
lado sanos y salvos. El joven militar dio la vuelta y enfiló hacia
donde estaba su tropa; veinte segundos después un dolor
inconmensurable se apoderó de su cabeza.
El
teniente junto a cinco soldados enfilaron sus pasos hacia el río al
escuchar los disparos. Cuando faltaban cincuenta metros se
encontraron con los prisioneros vivos y con el soldado caminando con
ellos; en cuanto los vieron, los seis militares descargaron sus armas
sobre las cabezas de sus enemigos y de su antiguo compañero. La
orden del alto mando de no dejar rehenes vivos tenía relación con
la presencia del virus zombie en las líneas enemigas. El teniente se
aseguró que todos estuvieran muertos; al revisar el cadáver del
soldado que desobedeció sus órdenes, aparte de las heridas de bala
se notaba un orificio en su cráneo con marcas de dientes, y la
ausencia de cerebro.