El
sacerdote estaba en su oficina descansando luego de la última misa
de la tarde. Había sido un día pesado, pues esa jornada más de la
mitad de los feligreses había decidido confesarse, y aún tenía en
la cabeza las más inverosímiles confesiones que había recibido.
Sin embargo ello lo dejaba tranquilo, pues al parecer su trabajo
pastoral había dado frutos, convenciendo a la gente de la necesidad
de los sacramentos para tener una vida plena a los ojos de dios.
Ahora podía descansar con la tranquilidad del deber cumplido y las
tareas ejecutadas.
Media
hora más tarde el sacerdote estaba ya con ropa de calle listo para
ir a comer a algún lugar cercano a la parroquia. De pronto vio
entrar a su oficina refunfuñando a la señora encargada del aseo de
la parroquia. Al preguntarle la señora le explicó que quedaba aún
una persona en la iglesia rezando, por lo que no podía terminar de
limpiar. El sacerdote le dijo que no se preocupara, que lo esperara
en la oficina, y que él iría a ver qué le pasaba a la persona para
apurar su salida y dejarla limpiar en paz. La mujer sonrió, mientras
el sacerdote se dirigía a la nave central a ver qué era lo que
pasaba.
En
la nave central y frente al altar mayor había un hombre joven de
terno negro de rodillas rezando en silencio. El sacerdote se acercó
a él, pero al verlo tan concentrado orando decidió dejarlo un rato
más hasta que terminara su conexión con la divinidad. Diez minutos
más tarde el hombre seguía en la misma posición orando en voz
baja; el sacerdote creyó que ya había pasado un tiempo prudente,
así que decidió acercarse a hablarle. Al llegar al lado del hombre
el sacerdote pudo escuchar lo que el hombre rezaba, pero no logró
entender nada; lo más extraño es que, por lo que recordaba de sus
clases de teología, el hombre estaba orando en algo parecido al
hebreo.
El
sacerdote estaba desconcertado. En un momento llegó a creer que el
hombre joven era un judío que se había equivocado de lugar de
oración, cosa que de inmediato descartó. De pronto el hombre
levantó la mirada y la clavó en los ojos del sacerdote, quien en un
principio sintió un leve dolor de cabeza que rápidamente se
transformó en una sensación de calor que a cada segundo se hacía
más y más fuerte. Cinco segundos después la cabeza del sacerdote
se incendió, para ser seguido por su cuerpo, dejándolo convertido
en un cadáver carbonizado en menos de un minuto. El hombre joven
miró al altar mayor y dijo:
—Uno
de tus sirvientes vino a interrumpir, pero ya acabé con él. ¿En
qué estábamos, viejo enemigo?