El
malabarista estaba en pleno trabajo ese día en una concurrida
esquina vehicular. Luego de semanas lidiando con vendedores
ambulantes y mendigos logró hacerse de una esquina donde podía
trabajar tranquilamente haciendo lo que había aprendido a hacer
desde niño: malabares con cuchillos. El artista usaba seis cuchillos
sin filo, los cuales hacía sonar antes de empezar su espectáculo de
cincuenta segundos para cautivar las miradas de algunos conductores
mientras el semáforo los detenía con la luz roja, y a ver si
lograba que al menos uno de ellos decidiera dejarle alguna propina
para llevar el sustento a su hogar.
El
malabarista era casado por la ley de dios y la del hombre, tenía una
pequeña hija de cinco años que lo había visto practicar malabares
desde la cuna por lo que desde los tres años empezó a jugar con
pelotas de esponja, convirtiéndose en pocas semanas en una hábil
aprendiz. Ahora con cinco años jugaba ya con clavas de madera y
pelotas de tenis, sin que ello revistiera mayor desafío para sus
capacidades. Su madre la miraba crecer y aprender las habilidades de
su padre, y ya empezaba a pensar en hablar con su marido para
planificar la llegada de un hermanito para su hija.
Ese
día el malabarista llegó tarde a su casa, pues el trabajo había
estado bueno y no había querido venirse temprano para aprovechar la
generosidad de los conductores. Al llegar encontró la casa vacía, y
un charco de sangre absorbiéndose en el comedor. De inmediato el
hombre llamó a su esposa, quien le dio la peor noticia que podía
haber recibido en su existencia: su hija había sacado los cuchillos
de la cocina para imitar los malabares de su padre. En uno de los
lanzamientos el filo de uno de ellos cortó una de sus manos,
haciéndola desconcentrarse y llevando a que el resto de los
cuchillos cayeran sobre ella, uno de los cuales entró por el hueco
sobre su clavícula izquierda, cortando la arteria carótida y
haciendo que la pequeña se desangrara en el comedor. Cuando su madre
la descubrió la pequeña aún seguía viva, pero llegó muerta a la
urgencia del hospital.
El
malabarista llegó temprano esa mañana a la esquina de costumbre. Su
cara demacrada mostraba que no había dormido esa noche, y que había
llorado bastante. Lentamente sacó de su mochila sus cuchillos,
esperó a que la luz diera rojo y se paró frente a los conductores;
el malabarista tomó las seis hojas y las lanzó coordinadas al
cielo, no sin antes cortarse las palmas con el filo que les había
sacado durante la noche. El hombre esperó a que las hojas alcanzaran
su máxima altura, y se acostó de espaldas en el pavimento.