Voces.
Voces sin cuerpo se escuchaban a distancia prudente. Voces que
hablaban de todo y de nada, de cosas trascendentes y cosas nimias.
Voces fuertes, voces suaves, susurros, silencios. La gente hablaba
porque creía tener cosas que decirle a otros, y esos otros
respondían lo que creían que debían responder. Los diálogos
inundaban el aire, se mezclaban y generaban un ruido ininteligible;
de vez en cuando una que otra palabra o frase rompían por completo
la maraña de ruidos dejando entender un pequeño pedazo de un
mensaje que después se hacía incomprensible. Y pese a todos esos
diálogos, no se veía a nadie en el lugar hablando. De hecho, no
había nadie en el lugar donde se escuchaban las voces.
Voces.
Voces variopintas se escuchaban por doquier. Tonalidades, ritmos,
tiempos, silencios. El ruido parecía una orquesta en el instante en
que los instrumentos estaban afinando, antes que el director los
hiciera callar para empezar a tocar la obra escrita en la partitura.
Las voces hablaban todas en castellano, pero en distintos
castellanos; unos pronunciaban bien, otros mal, otros hablaban
suertes de dialectos con palabras a veces incomprensibles; inclusive
algunos hablaban un castellano que parecía extemporáneo, con
palabras ya en desuso y que pocos conocían, pero que eran capaces de
asociar con términos modernos. Otros hablaban con palabras modernas,
pero que para ellos tenían significados paralelos, lo que hacía
difícil en algunos casos entender los diálogos. Y sin embargo y
pese a todo, nadie había en el lugar donde se escuchaban las voces.
Voces.
Voces que se hacían más potentes y más numerosas a medida que
avanzaba la hora. Ya de madrugada el ruido era casi ensordecedor. Las
palabras ahora eran definitivamente ininteligibles, por la cantidad
de voces que se escuchaban a la vez; era imposible entender los
diálogos con tantas voces dialogando. El aire estaba impregnado de
palabras que nadie era capaz de entender, si ese alguien no era uno
de los dialogantes y estaba concentrado escuchando a su interlocutor.
Y así y todo, nadie había en el lugar que explicara tantas voces
hablando a la vez.
Voces.
Voces innumerables. El anciano caminaba escuchando las voces sin que
nadie hubiera en el lugar. Pero ya estaba acostumbrado, llevaba
décadas escuchando esas voces noche tras noche sin que nadie
pareciera estar ahí para poder pronunciar esas palabras. El hombre
de vez en cuando levantaba la vista, no para buscar respuestas en el
cielo si no para ver cuando empezaba a aclarar y con ello a amainar
las voces, hasta desaparecer con la luz del sol. Ya era costumbre
para él, como nochero del cementerio, escuchar a sus residentes
hablar noche tras noche.