La
Muerte miraba a la Vida a lo lejos, en silencio, a sabiendas que
ambas eran un continuo indisoluble cuyas leyes habían sido dictadas
por algún desconocido superior a ellas. La Vida por su parte
simplemente se dejaba fluir sin preocuparse de nada ni de nadie; ella
sabía que la Muerte la visitaba a cada rato para cortar el ciclo de
alguno de aquellos que fluían con ella, pero ese no era su problema;
eran las reglas del juego y no quedaba más que seguirlas, pues
estaban forjadas a fuego en la naturaleza y nada ni nadie podía
intentar siquiera modificarlas.
La
Muerte miraba a la Vida, y le costaba entender su alegría. Sabía
que a cada rato ella aparecía a quitarle a alguien de sus dominios
para llevarlo a su realidad, pero ello parecía no afectarla, pues
seguía sonriendo y fluyendo como si nada: Por su parte la Vida no
pensaba mayormente en la Muerte: ella era su compañera, su
mancuerna, y debía respetar su presencia y su accionar. A veces le
llamaba la atención su postura silente y su seriedad; sin embargo,
no estaba en ella modificar la actitud de su compañera, su trabajo
era fluir, simplemente fluir.
La
Muerte miraba a la Vida. Ellas dos eran demasiado diferentes: la Vida
parecía una joven en la plenitud de su existencia, vigorosa, fuerte,
encendida, capaz de todo y a cada momento; por su parte ella tenía
el semblante de una mujer madura, rozando la ancianidad, se veía
cansada, lenta, apagada, como esperando a que las cosas sucedieran
casi por inercia. La Vida por su parte no miraba a la Muerte, pues no
tenía tiempo que perder; eran demasiadas las cosas por hacer antes
que su compañera la interrumpiera para quitarle a alguien y llevarlo
a donde llevaba a todos a quienes le quitaba.
La
Vida de pronto se detuvo, de la nada. Giró y vio cómo la Muerte se
acercaba a ella, tal como lo hacía a cada rato; sin embargo su
marcha era más cancina que de costumbre, y su mirada más seria. La
Vida de pronto se sintió sola, y entendió lo que pasaba. La Muerte
se acercó a ella, y pronunció su nombre; la Vida la miró en
silencio, se acostó en el suelo y se dejó llevar. La Vida, por un
designio superior había muerto, y ahora estaba en el reino de la
Muerte. En ese instante la Muerte se dio cuenta que su existencia sin
la Vida no tenía sentido, y simplemente se acostó en el suelo y se
dejó llevar a su propio y repleto reino.