La
sombra del ente se proyectaba en la muralla esa calurosa noche de
verano, a la luz de las luminarias. La gente que caminaba a esa hora
por la calle no notaba la sombra, pues el ente no tenía cuerpo
físico sino sólo espiritual; así, podía moverse libremente por la
ciudad sin ser interrumpido, chocado, o siquiera interpelado por
alguien a quien molestara su presencia. Pese a que nadie lo podía
ver, el ente era capaz de ver a todo el mundo, y casi por costumbre
evitaba a quienes se cruzaban en su camino, a sabiendas que si no
lograba evitar a alguien nada pasaría pues su realidad vibraba a una
frecuencia distinta al plano en que se encontraba en ese momento.
El
ente se movía entre los cuerpos humanos. Ya no recordaba cuándo es
que había tenido cuerpo, si es que ello había sucedido alguna vez;
su memoria era inestable, y sólo recordaba aquello que necesitaba
para el día a día, que era prácticamente nada: su realidad era
simplemente existir, lo que no le generaba ningún gasto o
incomodidad. El ente simplemente era, y hasta donde sabía, no podía
dejar de ser, a menos que su creador determinara otra cosa.
El
ente seguía deambulando en el plano físico. Aún no lograba
entender por qué su sombra era visible y su cuerpo no, pero ello no
era materia de su conocimiento, por lo que no le daba mayor
importancia. De pronto el ente se detuvo intrigado: frente a él
estaba parado un humano pequeño, que le movía las manos y se reía
al verlo. El ente creyó que el humano simplemente jugaba solo, y se
movió hacia un lado. En ese momento el pequeño humano giró hacia
donde él se había desplazado y le seguía haciendo fiestas. El ente
no comprendía nada, y no sabía dónde podía encontrar la respuesta
a esa extraña actitud.
El
ente seguía sorprendido, y seguía moviéndose para evaluar la
capacidad del pequeño humano de verlo. De pronto otro pequeño
humano apareció, y también fue capaz de verlo y de hacerle fiestas.
El ente cada vez entendía menos, y ahora se movía para evaluar a
ambos humanos. A los pocos minutos muchos pequeños humanos
aparecieron y vieron al ente, quien ya no evaluaba a los humanos,
sino simplemente se movía entre ellos para divertirlos; en aquel
momento el ente empezó a disfrutar a los pequeños humanos, y
simplemente se dejó llevar por la interacción con ellos. Nadie
sería capaz de explicarle que estaba en el patio de un jardín
infantil, y que los pequeños humanos aún eran capaces de ver
entidades acorpóreas hasta cierta edad. Tampoco nadie le explicaría
que lo que estaba haciendo se llamaba jugar, y que la sensación que
tenía al moverse entre los pequeños se llamaba felicidad.