El
anciano miraba los letreros en la pared, tratando de leer lo que
decían. Con la edad y las enfermedades su vista había estado
empeorando ese último tiempo, haciéndolo ver todo borroso, en
especial los rostros de las personas. El anciano había visitado a su
oculista de siempre quien le hizo la evaluación de rutina; luego de
descartar glaucoma y cataratas se dedicó a buscar cuál era la
graduación más adecuada para indicarle anteojos. Luego de cuarenta
y cinco minutos el médico se dio por vencido, pues le fue imposible
encontrar con qué anteojos el anciano podría dejar de ver borroso.
Finalmente le indicó aquellos que se acercaban más a mejorar su
agudeza visual, y le indicó el nombre de un colega más joven para
que lo evaluara. Luego de terminada la consulta el anciano salió de
la consulta, y botó la receta y el nombre del otro profesional.
El
anciano caminaba cabizbajo por la calle. Su vista le permitía
caminar sin dificultad, pero todo se complicaba al intentar enfocar
la mirada. Letreros, diarios, pancartas y rostros humanos le eran
terreno casi desconocido. De pronto el anciano empezó a fijarse con
mayor cuidado, logró concentrarse y enfocar las palabras en los
textos de la calle; de a poco pudo empezar a leer letreros y demases,
lo que le alegró en parte el día. Sin embargo los rostros, por
algún motivo desconocido, aún se mantenían borrosos para él. Y lo
peor de todo es que su oculista de toda la vida, no había sido capaz
de ayudarlo.
El
anciano caminaba lentamente. Ya había desistido de mirar a la gente
a la cara, pues sólo lograba ver manchas, lo que lo incomodaba
tremendamente; ahora se contentaba con leer todo aquello que se le
cruzaba por delante, para ayudar a mejorar su ánimo y distraerse de
su incapacidad de ver los rostros de las personas. De vez en cuando
la vista se le iba, levantaba la cabeza, y se encontraba con el mismo
panorama de costumbre.
El
anciano se sentó en un banco a la mitad de una cuadra, bajo la
sombra de un enorme árbol, con la vista pegada al piso. De pronto
una mujer se paró frente a él, puso su índice bajo el mentón del
anciano, y levantó suavemente su cabeza. El anciano quedó
sorprendido: podía ver claramente el rostro de la mujer de edad
media, su piel oscurecida por el sol, sus ojos oscuros, sus arrugas.
El anciano intentó decir algo; la mujer lo hizo callar, se sentó a
su lado, y puso su cabeza en el hombro del anciano. La mujer había
encontrado un rostro visible luego de un par de años de no ver el
rostro de nadie.