En
el laboratorio la actividad era frenética a toda hora. Los
científicos estaban trabajando a toda máquina para dar con una
vacuna para tratar la nueva enfermedad incurable que ya llevaba
cuatro meses asolando a la población de todo el planeta: El primer
caso había ocurrido en África, y desde ahí se diseminó
aceleradamente gracias a los descuidados turistas que no sabían lo
que portaban. En la primera semana se habían confirmado mil casos y
tres muertos, y terminado el primer mes las cifras a nivel mundial
iban en dos millones de contagiados y cerca de quince mil víctimas
fatales. Al cuarto mes ya iban más de cien millones de contagiados y
cerca de un millón y medio de muertos.
El
equipo multidisciplinario llevaba cerca de seis semanas encerrados en
un laboratorio a cincuenta metros bajo tierra, aislados del mundo y
protegidos por tropas de elite de las naciones unidas. Era tal la
desesperación a nivel mundial que todos los países había enviado
casi a la fuerza a sus mejores investigadores para integrar el grupo
y dar luego con una vacuna para el cuadro, pues ya se había
confirmado que no había cura posible y que todos los contagiados,
tarde o temprano fallecerían. La crisis estaba haciendo una mella
gigantesca en la economía del planeta: en muchos países
desarrollados el dinero ya casi no servía de nada, y se había
vuelto al trueque como medio para obtener cosas de primera necesidad.
Muchas actividades habían desaparecido, y otras se habían
multiplicado por doquier; la era de los agricultores y los granjeros
había vuelto a primar por sobre la de los ejecutivos y oficinistas,
y la gente estaba tratando de subsistir sin ser contagiados.
Uno
de los bioquímicos estaba trabajando con una cepa del virus, y luego
de secuenciar el ARN había encontrado una zona del genoma en que
podía insertar una secuencia autodestructiva para el virus, que
teóricamente podría servir para acabar con la pandemia en el
mediano plazo. Lamentablemente no estaba seguro si lograría tener la
vacuna a tiempo según la velocidad del contagio, pero igual seguiría
trabajando en dicha vía para hacer su aporte a la ciencia y la
humanidad.
Uno
de los guardias que estaba al cuidado de la puerta del ascensor se
dio cuenta de improviso que el aparato estaba funcionando, y que
alguien venía bajando, sin que nadie le hubiera avisado. El soldado
se preocupó, y de inmediato avisó a su jefatura para averiguar qué
estaba pasando. De pronto el aparato se detuvo a la mitad del camino:
el guardia extrañado se acercó a la puerta a ver si lograba
escuchar algo. De pronto se escuchó un enorme golpe, la puerta se
abrió por la fuerza y antes que el militar alcanzara a pasar bala
tres infectados habían acabado con su vida. Cinco minutos más tarde
los infectados habían asesinado a todos los militares, y se
acercaban raudos al laboratorio. Los infectados por el virus zombie
sólo buscaban comida, y habían encontrado un lugar con abundancia
de cerebros para su deleite.